martes, 31 de diciembre de 2013

Escribimos por amor y por la gracia que ilumina*

*Javier Sinay escribió Los crímenes de Moisesville (un libro hermoso que tuve el gusto de reseñar) y luego creó una página, Un proyecto abierto que explica así: "Estos Apuntes quieren enriquecer, mantener actualizado y agregar sentido al libro Los crímenes de Moisés Ville. Por eso este es el lugar para las historias que se suman luego de la hora de cierre, las nuevas entrevistas, los últimos hallazgos, el material extra y los documentos rescatados. El de Los crímenes de Moisés Ville no es un trabajo cerrado; muy por el contrario, es un proceso en marcha que suma información todo el tiempo". 
Me invitó a participar con un texto sobre mi familia, que acá está con fotos y su hermosa edición. Lo copio además a continuación:

Del prólogo de las Memorias de Gregorio Pasik, mi abuelo, padre de Néstor, mi padre, y bisabuelo de Fausto, mi hijo.
Para que mis hijos y nietas conozcan la historia de esta gran familia Pasik, cómo llegaron al país, cómo lucharon, sufrieron y progresaron, cómo fue haciéndose cada vez más numerosa. […] Para mis nietas, los primeros Pasik que pisaron tierra argentina fueron sus tatarabuelos, Abraham José Pasik y Scheindel Fuks de Pasik, que junto a sus bisabuelos, León Pasik y María Pilnik de Pasik, yacen en el cementerio de Basavilbaso. Sean estas Memorias un homenaje a ellos.
Yo me llamo Daniela y soy la tercera generación de Pasik nacida en Argentina. Mi bisabuelo León era ruso y vino en un barco al lugar más remoto posible: Basavilbaso, Entre Ríos. Ahí nació mi abuelo Gregorio, que para mí es el héroe de esta historia que le obligué a mi papá, Néstor, porteño, de Caballito, a escribir juntos. Los tres.
Mi abuelo Gregorio era una bestia. Seco, gruñón, descarnado. Muy árido por fuera. Sus chistes malos a propósito, sus comentarios directos casi hirientes, el orgullo enorme de haberse hecho solo y su hermoso sentido del ridículo son la herencia más importante que me legó. Padezco y agradezco compartir con él esas características. Lo extraño todo el tiempo. Sobre todo cuando paso por la puerta de su casa en Recoleta y cuando se me ocurre alguna broma malísima de la que nadie más se ríe, salvo yo.
Una vez le dije que debería vestirse para recibirnos cuando íbamos a verlo, que no era amable que siempre estuviera en pijama. Me dio la razón y me sentí adulta, sabia, genial. Desde entonces, cuando llegábamos a su casa él se sacaba el pijama celeste a rayas de todos los días y se ponía uno azul con bordó de seda, que, declaró, era “para las visitas”. Había que reírse de eso y yo sabía hacerlo porque me tenía entrenada desde chiquita.
Si te levantabas de la mesa en plena cena, la broma era esconderte el plato. Otra gracia consistía en preguntar “¿qué opinás de la situación económica del país?” a los niños, cuanto más bebés mejor. Contaba chistes sin final que no hacían reír a nadie más que a él, que lloraba a las carcajadas hasta ponerse rojo.
Sé que mi abuelo fue a un taller literario para que lo ayudaran a darle forma a sus Memorias y sé también que le pareció una tontería y las terminó solo, en su estilo valiente, autodidacta y descarnado. Son hermosas. Y tristes. Y felices. Como él. Nos regaló una copia a cada uno de sus tres hijos y seis nietas. Años más tarde mi padre sigue agregándoles fotos, encontrando versiones más actualizadas, volviéndonos a mandar a todos “la última versión”.
Néstor es un hijo de Gregorio en muchos sentidos. Ya no hay paños tibios de mi abuela Rosita, que arropaba todo, así que tuvimos que aprender a manejarnos solos, entre puercoespines, y encontrar el amor en medio de nuestras espinas. Nos va bien y mal.
Así que ante mi propuesta, mi papá primero me dijo: “Dani, seleccioné estas anécdotas que me parecieron tiernas y divertidas. Las presenté, pero siento que no puedo modificarlas ni agregarles nada, son del viejo”.
Y mi padre escribió, distante y seco, su informe: “Desde Basavilbaso, colonia del sur de Entre Ríos, nos llegan estos deliciosos e ingenuos recuerdos de Gregorio Pasik, hijo y nieto de colonos, nuestro padre y abuelo, quien a los 77 años decidió escribir sus Memorias”.Le contesté que yo no quería que cambiara nada, que me gustaría tener una porción de su recuerdo. Para facilitarle la tarea le hice algunas preguntas. Le pedí que confiara en mi oficio, soy periodista. De algún modo fue como con lo del pijama de las visitas de Gregorio, porque finalmente me dio un texto hermoso, que contesta todo, y entonces yo me sentí adulta, sabia, genial. Igual, al final, me agregó una nota al pie: “No sé si me gustó. Hoy, por tu culpa, al recordarlo se me llenan los ojos de lágrimas”.
Eso es ser Pasik. Es brusco, pero tierno. Y es gracioso, siempre. Así lo puedo contar yo, pero prefiero dejarlos hablar a ellos.
Néstor, hijo del medio de Gregorio, nieto de León, y mi árido pero adorable padre, cuenta:
Cuando tu abuelo hablaba de Baso (así le dicen los oriundos a su pueblo) era una rara mescolanza. Todos eran lindos recuerdos, le afloraba la ternura que tenía tan escondida habitualmente, pero enseguida agregaba que nunca le gustó la vida de campo, que siempre quiso irse, y a veces recordaba un viejo dicho de la gente de allá y lo repetía: “Baso, lindo pueblo… pa’ morirse”.
Mis abuelos León y María venían por lo menos una vez por año a Buenos Aires y nos traían cosas del campo. Recuerdo sobre todo la “smetana”, una crema que hacía la abuela y que comíamos con un poco de sal, rebañándola en pan, en el desayuno.
Los dos eran muy parcos, hablaban muy poco, y en general contaban de la gente del pueblo, en qué andaban, quién se casó, quien murió, quién se fue.Tenían una relación muy tierna con mi otra abuela, Clara, la mamá de tu abuela Rosa. Recuerdo verlas sentadas al lado de la ventana del comedor, mirándose a los ojos, con sus manos tomadas y parloteando en yiddish. Y mi abuelo, fuera de la conversación, pero observándolas muy atento, me hacía un guiño y cuando yo pasaba me decía muy bajito, con una sonrisa pícara, “iajnes” (chismosas).
De Rusia también hablaban poco, creo que porque sólo tenían recuerdos dolorosos, y pese a ser tan mayores hablaban mucho más del presente. La familia, los nietos. Mientras escribo oigo sus voces como cuando era chico, palabras sueltas, ya que yo entendía poco el yiddish. Pero vuelven palabras como “mishpuje” (familia), “di kinder” (los chicos) y, al referirse a mi hermana Silvia “di sheine meidale” (la nena linda).
No recuerdo cuando fui por primera vez a Baso porque era muy chico, tendría dos o tres años, pero sí me acuerdo que mi abuelo todavía trabajaba en el campo y me llevó un día a la cosechadora, un aparato gigantesco con un motor que hacía girar unas paletas que segaban las espigas y separaban la paja del trigo. El grano caía por una tolva en bolsas de arpillera, que el tío Mote cosía y tiraba al costado. Un par de peones los subían a un carro y este engendro era tirado por seis caballos. Mi memoria dice que doce, pero creo que era una admirada exageración. Y veo al abuelo con las manos llenas de riendas, envueltas como los Tefilin. Los manejaba y les hablaba, por supuesto en yiddish. Una vez un caballo tropezó y el abuelo le gritó: “Vusmajte pots a id” (más o menos: “¡Que hacés, judío boludo!”).
Después comíamos en casa de los tíos y dormíamos ahí, como podíamos, amontonados. Yo quería dormir en el salón del almacén de ramos generales que tenía el tío Benjamín, donde se vendía de todo, porque me encantaba el olor de ese lugar, pero nunca me dejaron.
Gregorio, hijo de León, padre de Néstor y mi árido pero adorable abuelo, cuenta:
El río tenía partes profundas y partes playas. Nosotros lo conocíamos muy bien y sabíamos dónde se podía bañar uno tranquilo y dónde era peligroso por su profundidad. Nos bañábamos completamente desnudos, los varones en una parte y las mujeres en otro lugar, pero sin sacarse la ropa interior. A veces hacíamos entrar un caballo al agua, lo hacíamos nadar en la parte más profunda, de a tres o cuatro chicos nos agarrábamos de la cola y chapoteábamos en el agua detrás del caballo. Recuerdo que una vez, cuando yo aún no sabía nadar, me desprendí de la cola del caballo y me sumergí. Entre los otros chicos que eran más grandes que yo me agarraron y me montaron sobre el caballo y así llegué a la orilla.
Los días que íbamos al río y que estaba fresco para bañarnos, pescábamos. Sacábamos mojarritas y otros pececitos más grandes de los que no conocíamos sus nombres, hacíamos fuego, y con la sartén que llevábamos y aceite, los freíamos y ahí nomás los comíamos.
Los veranos eran calurosos y nadie tenía ganas de acostarse. En las noches de luna llena era una delicia caminar por las calles que separaban los campos. Se charlaba, se cantaba, hacíamos juegos, oíamos lo que hablaban otros vecinos a una distancia de un kilómetro y más lejos aún, ya que el silencio era absoluto y sin ninguna interferencia. Por ahí se escuchaba de lejos el sonido de una guitarra y el canto triste de algún gaucho que sentado al pie de su rancho tampoco tenía ganas de acostarse.
Hacíamos también nuestras travesuras en estas noches. Generalmente los mayores se la tomaban con un vecino que era corto de vista, don Aarón Pinus. Una noche le ataron la cerradura de la puerta por el lado de afuera con una soga a un árbol y a la mañana cuando quiso salir no pudo. Tuvo que hacerlo por la ventana.
Otra vez don Aarón estaba arando. Le faltaba todavía hacer una vuelta más cuando lo sorprendió la noche y dejó la faena para el próximo día. Esta noche los muchachos ataron los caballos al arado y le terminaron el trabajo. Al otro día don Aarón también preparó el arado y se fue al campo a terminar lo que había dejado inconcluso. Como ya he dicho era corto de vista, empezó a buscar con el arado la parte que aún faltaba arar. Y daba vueltas y más vueltas y todo estaba terminado. Por fin volvió a casa y le dijo a su mujer que no se sentía bien, que no sabía que pasó, que él juraría que el día anterior no había concluido su trabajo, y durante la noche, como por arte de magia, por sí solo el trabajo estaba concluido, y se fue a la cama.
Había dos personajes típicos en el campo que trabajaban en casa de peones. No los dos juntos sino que algunas temporadas uno y otras el otro. Se llamaban uno, Cirilo, y el otro, Agapito. Los dos eran buenazos y vivían con nosotros como si fueran de la familia. Comían en la misma mesa y tomábamos mate con ellos. 
Cirilo tenía solo un defecto. Le gustaba la bebida y cuando iba el pueblo ya se sabía que volvería borracho, y esta borrachera no se le iba hasta el otro día a la mañana.En este estado se le daba por hablar y hablar, cosa de nunca acabar. Nos contaba cosas que le habían sucedido, generalmente cosas de fantasmas. Que se le apareció la “luz mala” o la “mujer sin cabeza”. Nosotros los chicos algunas cosas las dábamos por ciertas, pero mamá nos decía que no le hiciéramos caso, que es la borrachera que lo hace hablar, y a él le decía “Cirilo, ¡no asustes a los chicos!” y él decía, “pero si es cierto doña Malke, le juro que es cierto”.
En una ocasión que no trabajaba para nosotros, apareció a la hora del almuerzo con una borrachera que se caía. Empezó saludando a cada uno y cuando le tocó el turno a mamá, ella le dijo que cuando estuviera más lúcido lo saludaría. El hombre se enojó y ofendido dijo que nunca más nos visitaría y se fue. A la media hora lo vimos que volvía. Papá preparó una horquilla de esas de tres puntas que se usa en tiempo de cosecha y lo esperó. Cuando se acercó y quiso empezar nuevamente a dar la mano, papá le dijo. “¿De a dónde viene, Cirilo?” y él le dijo un lugar cualquiera y entonces papá enfurecido le dijo en su mal castellano “andápayá” y agarró la horquilla y lo corrió hasta que desapareció de la vista. Al otro día, ya en estado normal, vino y pidió disculpas.
En cuanto a Agapito, era un plato escucharlo hablar en idisch. No sólo que hablaba perfectamente sino que hasta tenía el acento de los viejos judíos. Una vez comió en casa polenta y mamá le preguntó en idisch si le había gustado la polenta, y él le contesta en el mismo idioma: “en casa de mi madre no comí un plato tan sabroso”. Eran varios hermanos y creo que todos de distinto padre. Una vez mamá le preguntó. “Vustistdain mame, Agapito?” (“¿Qué dice tu mamá?”) y él le contesta: “Zihot jipe guehat” o sea, se casó por jipe. No era el único caso que un criollo hablaba el idisch. A los judíos que vinieron ya de grandes de Rusia les costaba aprender el castellano, o cuando lo hablaban lo hacían como mi padre, que decía: Despois, voivos, joives y así por el estilo; pero los criollos a fuerza de convivir con ellos aprendían el idisch.
Y yo, Daniela, hija de Néstor, nieta de Gregorio y árida pero adorable madre de Fausto, concluyo:
Mi abuelo habla del río y yo amo el río, también escribo sobre él y lo escribo en mí. Todo lo que cuenta mi abuelo yo me lo acuerdo como si me hubiera pasado, porque lo leí y porque me lo relató innumerable cantidad de veces. Yo soy eso también. La memoria de mi padre es un regalo, algo nuevo que puedo atesorar ahora. Quiero que mi papá, mis tíos, hermanas y primos sepan que creo que así de a poco, mientras se ilumina el pasado, nos vamos terminando de armar. Y voy a tratar de pasarle este hilo de oro a mi hijo Fausto y a mis sobrinos Leandro y la inminente Libertad, que apenas tienen idea de cuánto somos gracias a los que fueron. Creo que por eso escribo. Por el amor y por la gracia.
Daniela capela cadunecadela, mishoisemisheishe, mishiguene Daniela.



1 comentario:

Toro dijo...

Lo vuelvo a leer, me vuelvo a emocionar. Hoy se cumplen 9 años de la muerte de mi oadre, les voy a envuar el link a mis hermanos, hijas y nietos.