lunes, 12 de enero de 2015

El día en que Don Quijote conquistó la pampa*

La pequeña localidad bonaerense de Azul atesora la colección de libros del Quijote más importante de Sudamérica. Allí, entre campos ganaderos y fabulosos monumentos del arquitecto Salamone, cada año se celebra un festival que atrae a varios de los mejores escritores argentinos.

*Esta nota fue publicada en la revista Rumbos en enero de 2015. Acá.


Este podría ser el inicio de un cómic de Frank Miller. La ruta oscura corre bajo las ruedas del auto y por la ventanilla se ve una sucesión de vacas que observan al que pasa. Los caballos, comiendo con las cabezas gachas, son como una mancha que se difumina por la velocidad. El pasto crecido ulula con el viento. Todo es silencio y ligereza. Viñetas. Una tras otra. El viaje hacia este destino es un sinfín de verde y marrón que cada tanto se corta con grandes charcos de inundación potencial, humedad pampeana. Hay tierra y planicie, siempre. Se repiten las imágenes durante horas hasta que una rotonda indica la llegada a la ciudad de Azul. Se puede llegar en auto, micro o en tren, que sale todos los viernes a las 19.30 desde la Estación Constitución en Capital Federal. A 299 kilómetros del centro de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y a 330 de Bahía Blanca, limita con los partidos de Tapalqué, Las Flores, Rauch, Tandil, Benito Juárez y Olavarría.
En esta localidad de 56 mil habitantes hay génesis de fortines, malones y pasado heroico de la indiada; historia de fundación nacional y gauchesca; historia de industria y desarrollo; serranías y llanuras; arroyos y lagunas; la huella del ingeniero y arquitecto Francisco Salamone; el comienzo del Sistema de Tandilia, conformado por una serie de sierras que comienzan más allá del monasterio de los monjes trapenses; las 22 hectáreas del Parque Municipal Domingo F. Sarmiento, que conjuga un balneario con torres de castillos y eso es apenas un esbozo de todo lo que se puede encontrar ahí, escondido y a la mano, en el exactísimo centro geográfico de la provincia de Buenos Aires.
Muy pocos podrían imaginar, después del viaje por la Ruta Nacional 3, la Nacional 226 o la Provincial 31, que están llegando a una ciudad que articula y encarna el delirio grandilocuente de Salamone, el siciliano que marcó la zona con un estilo que podría haber anticipado la iconografía de Las Vegas mezclada con un art decó soñado por un Walt Disney macabro.
Azul es la traducción al castellano del nombre que su pueblo originario, los aborígenes pampas, daban al arroyo que atraviesa la ciudad, Callvú Leovú. Existen dos cuencas hidrográficas, en realidad: la del arroyo Azul, que nace al oeste de Chillar y desagua en el Canal 11 al sudoeste de Las Flores; y el arroyo de los Huesos, que marca el límite con los partidos de Rauch y Tandil. Entre las lagunas más importantes se destacan La Barrancosa, Los Ranqueles, La Mostaza, Morué, La Tosta y La Nutria. Hay agua por todas partes, que corre o se estanca, que llueve o se acumula.
En el corazón de la ciudad, mirando a la Plaza San Martín, está la catedral Nuestra Señora del Rosario. Es un templo gótico de 1906 que podría ser la guarida perfecta del Jocker o el Pingüino y casi se podría oír una carcajada maléfica o ver la sombra tullida de un hombre que renguea. Y cuando el paseante desprevenido, o atemorizado, finalmente mire al cielo para buscar la señal de Batman, el único aviso que va a encontrar va a ser el de las estrellas iluminando y alguna nube que anuncia lluvia, pero nada más.
No hace falta, ahora en Azul, un héroe que proteja a nadie de ningún mal oculto. Aunque antes, en 1922, tal vez pudo haber sido necesario. El martes 18 de abril a la una y cuarto de la tarde el chacarero Mateo Banks disparó su rifle Winchester sobre su hermano Dionisio, su sobrina Sarita de 12 años, el empleado Juan Gaitán, el peón Claudio Loiza, su hermana María Ana, su otro hermano Miguel, la esposa y la hija de ambos, la quinceañera Cecilia.
Aquel fue uno de los crímenes más resonantes de su época: ahogado por la bancarrota, este asesino a sangre fría terminó, en el lapso de una tarde y una noche, con la vida de muchos miembros de su familia y empleados esperando cobrar un seguro. Logró una triste celebridad y el siniestro apodo de Mateocho (Mateo, mató a ocho). Fue preso y comestuvo en el penal de máxima seguridad de Ushuaia, pero las tumbas de sus víctimas están en el cementerio de la ciudad. Cuando Banks recuperó la libertad en 1949 intentó volver, pero la reprobación y condena social de la sociedad azuleña lo mantuvieron lejos hasta su muerte.
Actualmente, las calles tranquilas y las veredas zigzagueantes, llenas de naranjos, desembocan en el arroyo y desmienten la presencia de cualquier villano, aunque tiene cierta coherencia poética que el Partido de Azul quede en La Pampa Deprimida. La belleza apacible de pueblo mezclada con una dinámica cultural de ciudad encuentra su apogeo cada principio de noviembre desde 2006, cuando el Festival Cervantino persigue y alcanza el sueño de llevar adelante diez días repletos de actividades.

Historia extraordinaria
Manuel Fresco llegó al gobierno de la provincia de Buenos Aires en 1936 gracias a unas elecciones que quedaron en la historia como unas de las más fraudulentas, pero eso no le importó. Incluso, lo justificaba. Admirador de Mussolini, estaba en contra del voto secreto y hasta participó del golpe de 1930. “No dejamos hacer ni dejamos pasar: intervenimos”, repetía. Entonces decidió dejar una marca. Y contrató a Salamone para “dignificar el perfil oficial y paisajista de la región”.
El plan era agregarle algo al paisaje rural del territorio de 300 mil kilómetros cuadrados que se internan en la Pampa Húmeda, donde se entrecruza una red de rutas que unen más de cien municipios. El resultado fue un montón de construcciones monumentales en pequeñas ciudades y pueblos que se repite como un patrón delirante y obsesivo: edificios municipales, plazas, portales de cementerios, delegaciones, corralones, mataderos.
Salamone hizo setenta obras en menos de cuatro años, entre 1936 y 1940 a un promedio de una cada 15 días. Hormigón sobre la llanura que transformó a esos pueblos olvidados en muecas imposibles, tan extrañas como pensar en un hombre que venga a sus padres combatiendo el crimen vestido de murciélago. Y dejó su futurismo enigmático salpicado a lo largo de, entre otros, Balcarce, Rauch, Laprida, Coronel Pringles, Alem, Adolfo Alsina, Pellegrini, Gonzales Chaves, Chascomús, Salliqueló, Urdampilleta, Saldungaray, Puan, Lobería, Cacharí, Carhué, Carlos Pellegrini y Azul, claro.
La plaza central, con sus baldosas zigzagueantes en blanco y negro, marea. La cruz que da la bienvenida al pueblo es como un portal y parece que dos agujas quieren pinchar el cielo. La entrada del cementerio, obra cumbre de Salamone, fue construida en 1937 y es una masa de hormigón de 21 metros de alto por 43 de frente enmarcada por un RIP de granito negro. A los costados, dos llamaradas suplicantes quiebran el paisaje y adelante, un arcángel vengador se apoya sobre una espada. El viejo matadero está coronado por un cuchillo de hormigón armado que se hunde en el techo y parece que podría llegar hasta las profundidades del suelo pampeano.
En 1940 la provincia de Buenos Aires fue intervenida, expulsaron a Fresco de su cargo y el hasta entonces atareado constructor se quedó sin nada que erigir. Le hicieron un juicio por irregularidades en el proceso de licitación, huyó a Montevideo y después se diluyó entre Capital Federal y Mar del Plata hasta morir, avejentado y gastado pero con sólo 62 años, en 1959.

Quijote y Pampa
En otro capítulo de esta historieta hubo un hombre llamado Bartolomé José Ronco, azuleño por elección, que nació en 1881, falleció en 1952 y en el medio cambió todo. Hizo de su obsesión personal la identidad de la ciudad de Azul. Juntaba obsesivamente todo lo publicado por José Hernández y Miguel de Cervantes que encontraba y su compulsión lo llevó a tener la colección de libros del Quijote más importante de Sudamérica.
Actualmente, la Casa Ronco es uno de los patrimonios más valiosos de la comunidad. En este caserón antiguo de más de 14 habitaciones se exhibe, a lo largo de tres salas, un museo de la vida tanto doméstica como intelectual del bibliófilo y su esposa, María de las Nieves Clara Giménez, la responsable de haber donado a la Biblioteca Popular de Azul el lugar tras su muerte en 1985.
En una biblioteca que parece pergeñada por M. C. Escher, pero que fue construida por Ronco, también carpintero, se alojan casi dos mil libros cervantinos y hernandianos. Entre los tesoros se encuentran unas 350 ediciones que equivalen a 1.200 volúmenes del Don Quijote de la Mancha. La más antigua en castellano es un ejemplar de 1697 y hace pocos años el escritor británico Julian Barnes donó al Museo la primera traducción al inglés de Thomas Shelton, de 1675. En vida, el coleccionista acopió rarezas como el Quijote más chiquito del mundo editado en dos tomos, los más grandes de los siglos XIX y XX, la primera edición con grabados del artista de la corte inglesa en 1739 y otro perteneciente a la reina María Cristina de España, publicado circa 1840. Además, hay ejemplares ilustrados por artistas como Gustave Doré, Salvador Dalí y hasta Walt Disney.
En 2007 la Unesco distinguió a Azul como Ciudad Cervantina de Argentina y desde entonces cada año se realiza un Festival Cervantino. En la octava edición, que finalizó el domingo 9 de noviembre pasado, hubo entre otras actividades un ciclo de cine en homenaje a Julio Cortázar, una muestra de historieta dedicada a Oski, un encuentro internacional de literatura, ferias de arte y diseño, recitales que van desde el estadounidense representante del rhythm & blues Lurrie Bell hasta los uruguayos Ana Prada y Fernando Cabrera, pasando por un amplio abanico de talentos argentinos como Willy González, Raly Barrionuevo, La Chicana y Pedro Aznar.
No es Gotham, pero es seguro que alguien echó un conjuro, porque muchos de los que llegan a Azul sienten que tienen que volver. El dibujante Miguel Rep realizó un mural quijotesco frente al arroyo en 2011 y después donó el logo que es marca del festejo. Ahora es padrino constante del Festival Cervantino y tiene asistencia perfecta, igual que Gabriela Izcovich, que había viajado a presentar obras y este año se encargó de hacer la curaduría teatral. No está Batman por ningún lado, aunque es posible, sí, encontrar algunos quijotes.

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martes, 6 de enero de 2015

Bueno como el pan es un oxímoron*

*Una versión de esta nota fue publicada en la revista La Nación noviembre de 2014.

“Una ensalada caesar, pero sin croutons”, le digo al mozo, y el resto de los comensales me mira raro. “Dale, no seas ridícula, pedí una milanesa”, me pincha uno. “No como milanesa”, explico. “¿Sos vegetariana?”, se escandaliza otro, con ganas de empezar a odiarme y para cuando arranca con “este es el país del asado” le digo que no, que yo no como harina. Creo que fue peor. Los fundamentalistas del nadie puede tener costumbres alimenticias diferentes comenzaron a ponerse rojos de ira. Veo que los ánimos están caldeados.
Las personas suelen enojarse, entre un poco y muchísimo, cuando se encuentran con alguien que practica alguna restricción alimenticia. Y necesitan escuchar que es físico, que no es por opción, que un médico prohibió el consumo de, en mi caso gluten y harinas, y sólo así bajan un poco la guardia, aunque no del todo. Si digo que soy celíaca se calman, pero siempre después de un cuestionario suspicaz. Si no declaro enfermedad alguna y explico los síntomas (falta de energía, insomnio, pesadez, náuseas y a veces vómitos, hinchazón) no hay forma de pasar la prueba y comer en paz. Les irrita mi abstinencia como si los estuviera obligando a practicarla.
En aquella mesa sin croutons éramos un grupo de colegas en un almuerzo. Algunos nos conocíamos y otros no. Después de pasar con gracia y elegancia el test, noté estas reacciones que, a grandes rasgos, sirven para hacer un mapeo de lo que suele pasar siempre. Casos testigos.
1. Un 25 por ciento de los presentes perdieron el interés y no participaron de la mesa interrogadora a la pobre chica sin harinas.  
2. El 75 restante, se dividió en: a) una minoría que estaba enfáticamente de acuerdo, más que yo, con mi decisión alimenticia y b) una amplia mayoría que me discutía, o se enojaba y hasta uno que me dijo una guarangada. Sí, insultos.
Abandonar las harinas no fue fácil. Al principio de mi abstinencia me sentí como Mark Renton en Trainspotting cuando deja la heroína, pero en vez de alucinar un bebé muerto gateando por el techo yo veía sánguches de miga. Pero después de dos días con dolor de cabeza y las manos temblando, me levanté la tercera mañana renovada. Ya estaba del otro lado.

Ahora es fácil, porque las ganas de comer harina no son físicas y la gula mental se me pasa cuando registro y compruebo, una y otra vez, lo bien que me siento sin ella. Aunque el entorno a veces no ayuda nada. Es muy difícil conseguir una comida al paso, por ejemplo, porque la oferta callejera es mayormente de pizzas, tartas, empanadas y sánguches. Pero aprendí a ir con una banana o una manzana en la cartera. Y a hacer omellettes en lo de mis amigos cuando llaman al delivery para pedir una grande de muzzarella. Y cuando todos meriendan facturas, no me importa nada: siempre tendré el pochoclo y las tutucas. Y el que se enoja, me resbala.

Las mil vidas del café*

En el libro "Café. De Etiopía a Starbucks: la historia secreta de la bebida más amada y más odiada del mundo", el sommelier de café Nicolás Artusi da cuenta de la genealogía de los últimos diez siglos de la historia de esta bebida. De cómo los clásicos pocillos de bar se están convirtiendo en una sofisticada experiencia gourmet y (¿por qué no?) un poquito esnob.

*Una versión de esta nota fue publicada en la revista Rumbos en enero de 2015. 

Si fuera el TEG, se podría decir que Coffee Culture ataca a Tea Filosophy y le gana varios territorios. Aunque en Argentina el triunfador indiscutible siga siendo el mate, el hábito y culto al café es la potencia mundial que pisa más fuerte en las últimas partidas de este juego imaginario. En pocillo o largo, cortado, doble, solo, lágrima… es más que una bebida, es una costumbre y un ritual urbano que, en el país, se extiende más allá de los bares porteños.
El ritual del café es más que nada urbano. Además de Buenos Aires, hay grandes ciudades que gozan de la experiencia cafetera, como Mar del Plata, Rosario o Córdoba”, dice Nicolás Artusi, periodista y sommelier de café que, aunque se autodefine como “un drogadicto” de la cafeína, no pierde objetividad y aclara que “es evidente que la gran infusión nacional es el mate”. Y explica: “En la Argentina se consume un kilo de café por habitante por año y seis de yerba mate. En las grandes llanuras pampeanas o en el monte salteño, el mate es una bebida ‘aguantadora’ que acompaña el discurrir del día. En cambio el café es tónico, sintético y potente; resume el vértigo de la ciudad”. 
En Café. De Etiopía a Starbucks: la historia secreta de la bebida más amada y más odiada del mundo (Planeta), Artusi da cuenta de la genealogía de los últimos diez siglos de la historia de esta bebida. “Elíxir para algunos, tóxico para otros”, aclara la contratapa de este  libro de 363 páginas que, casi literalmente, no deja nada afuera. “La cafeína es la droga más popular del mundo”, asegura el autor en esta investigación contundente en la que hace un completo racconto de la tradición, el gusto y las curiosidades de este brebaje que atraviesa la historia de la humanidad.
Habitantes de una urbe cafetera desde mucho antes de que el hábito tuviera un nombre cool, los porteños acostumbran pasar tiempo en los bares, pocillo en mesa y libro o diario en mano. Desde siempre. O desde que hay bares. “Los primeros registros del café son de la colonia, especialmente entre aquellos que llegaban de Europa (se dice, incluso, que San Martín desarrolló una temprana afición por la infusión)”, cuenta Artusi, que también aclara: “Sin embargo, no era una bebida popular, entonces era más bien exótica. Recién en las décadas del 20 y del 30 en el siglo XX, de la mano de los inmigrantes españoles, el café se instaló como costumbre. Sus herederos conservan las principales marcas de café, así como los bares. Era un negocio redondo. Lo importaban de Brasil, muchas veces a cambio de trigo, lo tostaban en el conurbano, lo vendían entre sus amigos emigrados y lo servían en cualquier esquina donde hubiera un ‘bar del gallego’”. 
Sobre el origen del café, el lugar o la época de su descubrimiento no existen datos científicos ni datos históricos, pero “su fundación mítica”, asegura Artusi en su libro, “ubica  el momento cero alrededor del año 800 en la antigua tierra de Abisinia, que hoy se conoce como Etiopía”. La leyenda, explica, habla de un joven pastor demasiado relajado, que retozaba por las montañas mientras sus cabras pastaban. Un día que no volvieron a su llamado las fue a buscar y las encontró corriendo embravecidas, en un éxtasis frenético. Comían unos frutos rojizos con voracidad y esa noche no durmieron. A pesar del miedo, el muchacho probó esa especie de cerezas embrujadas y no le pasó nada. Así que se las dio a unos monjes de un convento cercano.
Artusi, que además de experto es fanático y tiene un álbum de fotos donde guarda las etiquetas de todas las variedades de café que probó, cuenta que aquellos religiosos tiraron los frutos al fuego, para desecharlos por intragables, pero entonces la semilla “se separó de la pulpa, el grano empezó a tostarse y el aroma del primer café de la historia enloqueció a cabras, hombres y monjes”.   
Luego, en poco tiempo, se extendió por el mundo árabe, donde se perfeccionaron las técnicas del tostado y donde la bebida pasó a ser un brebaje intelectual y religioso. Cerca de 1510 las cafeterías se habían expandido desde el norte de África hasta El Cairo y La Meca, las grandes capitales islámicas, haciendo que todas las clases sociales gustaran de esta bebida y para 1570 ya había más 600 puestos en Constantinopla, que eran pequeñas casetas que ofrecían el servicio para llevar.  Así que este hábito de los últimos años impulsado por Starbucks en el mundo, en realidad es el más antiguo. Y el aparentemente actual concepto de "café para llevar", es una vuelta a los orígenes.  
La costumbre de tomar café en lugares públicos, sentados para la tertulia, comenzó poco después. Las casas de café eran establecimientos que ofrecían mesas en jardines, mobiliario elegante, cantantes y bailarines. Haciendo una elipsis temporal que incluye su prohibición en el mundo islámico, fue en la Viena imperial, hace ya varios siglos, el inicio del recorrido de este ritual que después pasó a extenderse por Europa.

El nuevo mundo, la vieja bebida
La segunda inyección de cafeína vino al país con los inmigrantes italianos y españoles a principio del siglo XX y ya se quedó para siempre, aunque con los giros y adaptaciones locales. Es nuestro y sólo nuestra la usanza de que el pocillo llegue con un vaso de agua mineral y un par de galletitas, por ejemplo. Y aunque no es la bebida nacional oficial argentina, el consumo de café en el país se fue volviendo un persistente y refinado arte.
“A ver si nos juntamos para tomar un café”: la frase es un clásico que implica mucho más que beber café. Sirve para decir “hablemos”, para reencontrarse con alguien que hace mucho no se ve, como ritual cotidiano con amigos, colegas y hasta para uno mismo. Un café es pasar un rato en un bar. “El ritual porteño tiene mucho de tanguero y melancólico, como el porteño mismo. La ‘tercera ola del café’, como se define a esta corriente modernista, obliga a actualizar la oferta. Y redunda en una mejora de la experiencia”, explica Artusi.
Lejos de los jugos de paraguas o las porquerías instantáneas, los argentinos están acostumbrados al café bien preparado, casi siempre. Y cada vez más, durante los últimos 20 años, se va ampliando la oferta para el sibarita de la cafeína. Florecen las ofertas y variedades, están al alcance de la mano.
La costumbre general local es el café de Brasil y Colombia, aunque en los últimos tiempos se puede conseguir con facilidad infusiones hechas con granos que llegan desde Kenia, Jamaica, Ruanda o Sumatra, por citar algunos. “Buenos Aires todavía está muy lejos de otras grandes ciudades de hábito cafetero, como Nueva York, Seattle, Londres o Melbourne, pero sabe reinventarse y de a poco se pone a tono con sus ‘cuevas de café’, esas cafeterías especiales donde el barista es una autoridad y se bebe una ‘infusión de autor’”, explica Artusi.

Según marcan las normas internacionales, un buen café espresso debe tener el agua a una temperatura cercana a los 90 grados y espuma marroncita, brillante y con pequeñas burbujas. Los catadores expertos dicen que es mejor usar grano tostado, no torrado, y recomiendan tomar el vasito de agua antes, para limpiar las papilas gustativas, y no después.