miércoles, 14 de noviembre de 2007

La esposa

Llueve. Aunque es viernes a la noche el edificio está en silencio. Tengo una copa de vino tinto en la mano derecha y le di la espalda a la ventana, que tiembla y se mueve un poco. En el aire hay olor a temporal y se mezcla con el aroma del Syrah, que en alguna de esas cenas de parejas, cuando viene un matrimonio amigo, yo hubiera acompañado con un queso camembert trozado en tiritas prolijas como previa de alguna de nuestras comidas. Como no me animo del todo a escuchar la tormenta y nada más, prendo la radio. El departamento está en penumbras, mi hijo duerme y yo, empapada, no tengo energía para sacarme el vestido rosa chicle. La botella recién abierta está a mi alcance, no me importa arruinar el sillón nuevo, me digo en voz alta, y las gotas que caen desde mi flequillo tienen sabor a humo de colectivo. Chorreo.

El invierno, cuando era muy chica, siempre me dolía en la nariz pero a la vez me encantaba. Como arrancarme las cascaritas de la rodilla. Como estar acá sola en casa. Su estación preferida es el otoño: me lo contó una vez cuando éramos novios. Caminar hasta la escuela sobre el colchón de hojas muertas “estaba bueno”, dijo. Ya no lo hace. Cuando nuestro hijo crezca tal vez también le guste aplastarlas. Quizá vayan juntos. Me gustaría verlos. Nos confesábamos secretos todas las noches, tratábamos de ganarle al sueño y nunca volví a tener esa sensación de felicidad en la vida. Él me hablaba cada vez más suavecito, me susurraba sus cositas en la oscuridad hasta que las palabras iban perdiendo el sentido y yo no podía dejar de verlo.

En la época en que todas tomamos la comunión, mi vestidito más fino era uno de terciopelo violeta, con un cuello blanco bordado, que llevaba siempre a las fiestas. Mi preferido era otro, que me había hecho mi abuela y tenía un delantal de flores lilas con volados haciendo juego. El más fino de ahora también es violeta, pero casi negro y de tela liviana. Mi favorito es el que usé esta noche, el rosa chicle que tengo pegado al cuerpo y que mi marido dice, a veces riéndose y a veces serio, que “es un poco cache”. Hay un charquito de lluvia alrededor de mis sandalias plateadas y parece que me hubiera hecho pis.

Lo busqué entre la multitud y lo encontré rápido. Siempre lo distingo fácil. Estaba en la barra del restaurante, hablaba por su celular, y me dio orgullo que el traje le cayera tan elegante sobre sus hombros fuertes. El resto de la gente me pareció demasiado atlética, por demás bronceada, muy neumática. Estiré un dedo, que atravesó despacio la enorme distancia que había hasta su espalda grande, lo toqué apenas, sentí en la yema chiquita, temblorosa, la suavidad de la tela gris, cada rayita de la trama. Él dejó el teléfono por un instante cuando se dio vuelta para mirarme con la sonrisa perfecta. “Llegaste”, confirmó, y lo besé rápido porque el gusto a menta de su pasta de dientes me hizo cosquillas en los labios.

Una vez, a los cinco años, vomité arroz con leche. Todavía me acuerdo el dolor de cada grano al pasar por mi garganta. Mis golos favoritas de la infancia eran los chocolatines Jack y los Souchard verdes, esos que tenían cuatro rectangulitos. El vinagre, el pescado, la pimienta, las partes internas de los animales y sus órganos vitales, las combinaciones de dulce y salado, todos los frutos de mar, la berenjena, la mermelada de tomate y la batata al horno son ítems que desde mi casamiento incluí a la fuerza en mi dieta porque ya era hora de terminar con mis chiquilinadas. Algunas de estas cosas me llegaron a gustar realmente. Otras no, pero las consumo sin quejas.

Nos sentamos en la misma mesa de siempre, cerca de la pared. Ni me molesté en ver la carta porque mi marido sabía qué pedir. Él es el hombre del que me enamoré hasta el dolor de estómago una noche, el que elegí para que me cuide, con el que tuve un hijo que heredó su pelo lacio dorado. La entrada fue una sopa de cebollas. La bebí despacio, de a sorbos silenciosos, y él la tragó tan rápido. Cuando los platos estuvieron vacíos tuvimos que levantar la vista. Él me recorrió desde atrás de sus anteojos Infinit, bajó los párpados a media hasta, sus pestañas largas fueron protagonistas por un momento y las vi tapar el verde amarillento de su mirada. Estiró su mano, la del anillo, atravesó la enorme distancia que nos separaba y me acomodó, sin rozarme la piel, un bretel rosa chicle que se empeñaba en caerse del hombro. “Ese vestido es muy infantil”, dijo. Se me anudó el esófago.

Mi primer beso, el cronológicamente correcto... fue nada. Un idiota en un boliche que nunca volví a ver y del que no me puedo acordar el nombre. Lo único que queda en mi memoria es su sabor rancio, como a amarettis. Yo siento que mi verdadero primer beso fue el que me dio mi marido esa madrugada borracha, cuando esperábamos el 60 mientras salía el sol. “Dale, lenteja”, lo azucé, después de mil horas de charla. Era verano y se estaba riendo cuando me compartió él gustito a cerveza fría que guardaba su boca. El olor a cáscara de naranja de su piel sigue siendo el mismo, pero el escalofrío en mi cuello cada vez que me acomoda el pelo con sus manos grandes ya casi no aparece. Aquellos experimentos besables… “Si yo te beso a vos, en vez de vos a mí... ¿Por qué a los chicos les cuesta tanto dejarse meter la lengua?”, le dije ese día. Él se dejó, divertido, todo lo que yo le propuse.

Ya no estoy mojada, más bien húmeda y helada. Oigo maullar a una gata afuera, por su tono intuyo que algo le salió mal, parece que el gato se fue con otra y llega hasta mí, hasta dejarme tranquila, el ritmo de la respiración de mi bebé mientras el frío se cuela por la ventana directo a mi mandíbula, que castañea. Hay una foto familiar justo en mi campo visual, pero me niego a mirarla, me niego rotundamente y se acaba la copa de vino, qué pena. Queda un solo cigarrillo en el paquete, decido fumarlo en un rato. Mi boca está seca y se me duerme la pierna izquierda, la guacha, y yo no puedo hacer ídem. Me duele el cuello, viene un bostezo, gracias, ahora sí, me apago y acuesto la radio, pienso, pero no. Me quedo muy quieta y uso apenas tres músculos del brazo para servir más vino. Lo saboreo despacio. Anís, arándano, pimienta negra, menta, mora, nuez moscada, tierra, hongos, frutos rojos, vainilla.

El primer plato llegó rápido, casi no hubo que esperarlo y hasta dio tema de conversación. Él habló con la boca llena, tiró preguntas como ¿por qué los italianos le dicen “antipasto” a la ensalada?, ¿podría considerarse esto un Primer Plato o es más bien otra Entrada? La rúcula picaba, la lechuga capuchina era esponjosa, la espinaca desentonaba un poco, las chauchas estaban carnosas y la radichetta se imponía sobre el resto. Los sabores amargos pero frescos se instalaron en mi boca y él los mascó como apurado.

Cuando llueve y no hace frío, si es bien temprano, desde mi casa puedo ver el cielo gris. Siempre quedan gotitas pegadas a la ventana y el aire tiene olor a agua mineral barata. Me gustaría esperar a que amanezca. Todavía es muy de noche y hay truenos, pero no me dan miedo. Los relámpagos parecen paparazzi. Siento un complejo de Heidi y quisiera preguntar: “¿Por qué las hojas de los árboles son tan verdes?”, pero ni la llovizna tenue que comienza justo ahora me va a llevar a una cursilería tan extrema. Paladeo el vino, que me acaricia la lengua y baja despacio por la garganta.

Después, por supuesto, vino la pasta. La primera botella de Syrah estaba llegando a su final para el momento en que me serví queso rallado y se terminó definitivamente justo cuando con mi espalda derecha y el cuello muy relajado enrollé con ayuda de un tenedor y una cuchara un bocado ni grande ni pequeño de espaguetis. Él pidió más vino. “Hablá, hablá, hablá, hablá”, calle. Él bajaba todo con pan. Abrí la boca que quería decir tanto y la silencié con un poco de salsa: dulce, picante, orégano, ajo y ¿albahaca?

En mi Windows Media tengo una lista de reproducción que se llama “Homomusic". La escucho cuando mi marido no está, porque ahí hay Gloria Gaynor, ABBA, Raffaella Carrà, el soundtrack de Fama y también el de Flashdance. Mi marido dice que debería dejarme de joder con mis “ínfulas de modernidad”, con mi “fugaz pasado fashion”. Nos conocimos en un recital de una banda que ya no existe, él era amigo del baterista y usaba remeras vintage. Gasté una fortuna en miles de ferias americanas hasta armarle a mi amor una colección divina de chombas marrones, grises, rojas; con rayas azules, amarillas, verdes. No sé dónde quedaron. Descubro restos de humedad en mi espalda cuando me levanto del sillón para apagar la radio, hago click con el mouse inalámbrico y lloro emocionada cuando hago dúo con Irene Cara en Out Here On My Own. Prendo el cigarrillo, inhalo humo y me seco las lágrimas.

“Y ahora arroz con leche”, dijo. El postre acuoso disfrazado de ser algo mejor me desafiaba desde el fondo de la copa-compotera enorme y metí la cuchara. Revolví un poco, apartando la hoja de menta que quizá, al final, me iba a contrarrestar el gusto agrio que estaba por llegar. Tragué. Con el asco de la canela en mi boca dije mi primera oración completa de la noche. “Feliz aniversario”, modulé, y mastiqué con ruido, chasqueando la lengua. Deseé con toda mi alma poder comerme, en ese preciso instante, una cáscara de naranja.

Me da mucho placer tirar la colilla del cigarro por la ventana, aunque tenga ceniceros cerca. Verla volar y desaparecer. Doy la última calada y se quema el filtro hasta hacerme doler los labios. Apunto certera y atraviesa la lluvia con gracia. Sirvo el final de la botella, la llevo al lavadero y la acomodo ahí, al lado del tacho de basura. Camino al cuarto, hago un fondo blanco y al tirar la cabeza hacia atrás el pelo me hace cosquillas en la cintura. Doy vuelta la copa vacía sobre la mesita de luz. Sobre su mesita de luz la doy vuelta. Me descalzo, me miro los pies. Me quedo quieta. Me late muy fuerte el corazón, lo siento en los tímpanos. El techo no quiere parar de girar y me tiro al piso. Me hago un ovillo, escondo la cara entre las piernas. Debería ir a depilarme, creo que no me importa. Me aprieta mucho el corpiño.

“Ya no puedo más”, “quisiera que desaparezcas”, “no sé qué haría si te vas”, “me siento muy joven para ser una señora insatisfecha”, “odio la persona que soy cuando estoy con vos”, “estoy tan aburrida”, “extraño al chico que fuiste durante el noviazgo”. Podría haber dicho todas esas frases mientras se alejaba el mozo que trajo los cafés, en el momento en que puse el edulcorante en mi pocillo, cuando revolví con ligereza, antes de sentir el sabor intenso, cuando finalmente lo sentí, después de respirar profundo y en el mismo instante en que apoyé con determinación la tacita en el plato. Pero no, solamente me levanté de la silla como en cámara lenta, empujé un poco la mesa para darme envión y corrí a la calle. Salí a la lluvia y caminé 34 cuadras tocando cada pared con la palma de la mano. Algunas me lastimaron, pero otras, más lisas, no. Me faltaba el aire cuando vi la puerta de casa y me arrastré hasta la entrada. Me lo imaginé esperándome enojado, o sorprendido. Me recibió la niñera. Él no estaba, no había llegado.

Acabo de escuchar el ruido del auto por la ventana, que ya está abierta porque el frío nocturno comienza a irse y le da paso a un calorcito que me acaricia un poco. El mareo me deja tranquila un momento y puedo anticipar sus pasos ligeros en el palier. Me cuesta despegarme el vestido y lo pisoteo cuando cae sobre la alfombra. Lo dejo ahí. Siento ese olor que tienen los días de verano aunque sea primavera, necesito sentir algodón sobre el cuerpo. Elijo el camisón blanco que él me regaló la última Navidad. Escondo la copa vacía debajo de la cama, limpio la marca que dejó en la mesita de luz, su mesita de luz. El sillón mojado en el living no me interesa, me digo en voz alta “no me interesa” y me meto en la cama: las sábanas no están frescas. Las llaves que abren la puerta parecen cuchillitos hirientes, mini alfileres clavándose en mi cerebro y cierro fuerte los ojos. Me pregunto si habrán quedado colillas en el cenicero. Espero que no. Hace un año que fumo a escondidas.