martes, 29 de enero de 2013

Lana Wachowski: La mujer que se hizo a sí misma*

La mitad del combo "los hermanos Wachowski", la persona que pensó Matrix y Could Atlas. Entiende todo y ese es uno de los motivos por los que ahora es nuestra nueva chica favorita del mundo mundial. 

* Esta nota fue publicada en la revista El Guardián en enero de 2013



"Los hermanos Wachowski” así, como un ente indivisible y también invisible, son desde la creación de la trilogía Matrix que arrancó en 1999 dos de los directores, guionistas y productores de cine más famosos del mundo. También se convirtieron en los más reservados, porque decidieron que el anonimato era un bien demasiado preciado para perder a cambio de la fama. Pasaron los últimos diez años a las sombras de los reflectores y todo lo que tenían para decir lo hicieron a través de sus películas. Les fue bien y mal. Está su obra como testimonio de lo positivo y la curiosidad y el morbo general que casi llegó a distorsionar su mensaje como signo de lo negativo. Pero todo se acaba de balancear para el lado correcto, el del final feliz, que es un comienzo.
¿Cuántas personas realmente se ponen en los zapatos de otros? ¿Se piensa de verdad qué pasa o cómo resuena en el receptor cada emisión de nuestros discursos? ¿Cuánto de lo que hacemos y decimos está centrado en intereses personales que mayormente vienen de juicios preadquiridos? Alrededor de esas temáticas gira la obra de los Wachowski, incluso antes de ser famosos y supuestamente de exclusiva propiedad de los nerds o fanáticos de la ciencia ficción, los efectos especiales revolucionarios y la acción metafísica que hoy es su firma.
Lana, antes Larry y la mitad de la efectiva dupla Wachowski, es una mujer transgénero que no se avergüenza de su cambio, sino que siempre lo consideró una evolución. Cuando en 1996 los hermanos debutaron en el cine lo hicieron con Bound, una película paradójicamente sin género, que podría ubicarse entre el thriller y el neo-noir con elementos de comedia en el estilo de Billy Wilder y mucha acción. Cuenta una historia lésbico-bisexual dirigida a todo el público, no sólo al colectivo GLTB, y ganó varios premios y felicitaciones.
Mucho efecto especial-existencial después, recientemente el dúo hizo un enorme y radical cambio. Sumaron un director, aparecieron ante el público y decidieron dejar atrás su preciada invisibilidad. Cuando en septiembre de 2012 fue el estreno mundial de Cloud Atlas (en el país está en las salas con el título de La red invisible) en el Festival de Cine de Toronto, caminaron por la alfombra roja los tres directores: Tom Tykwerm junto a los hermanos Wachowski, Andy y Lana.  Andy, el mismo hombre silencioso de siempre pero ahora calvo, y Lana, que solía ser el delgado y tímido Larry, pero que hace un tiempo asumió, con felicidad, su identidad trans.
Lana es una bella mujer de 48 años bien llevados y pelo rosa como el de un anime que sonríe con toda la cara cuando habla de cualquier tema. Es inteligente, divertida, está muy informada de todo lo que pasa a su alrededor y, como la gran artista que es, es consecuente con su obra. O sea que hace lo que dice. Se hizo visible a cambio de su vida tranquila para acompañar una película que teje la idea de que todos somos uno, de que cada acto tiene una consecuencia y de que, como dice uno de los personajes principales de Cloud Atlas fundiéndose en una con su creadora, “si permanezco invisible, la verdad permanecería oculta y no podría permitirlo”.
Esto lo contó Lana durante su discurso en la gala anual del Comité de Derechos Humanos en San Francisco, el 20 de octubre de 2012, cuando le entregaron el premio a la visibilidad. Más divertida que enojada explicó que su identidad trans no fue nunca el motivo por el cual con su hermano decidieron mantenerse anónimos, sino que fue por un aprecio a la libertad de poder ir y venir a su gusto.
“Con Andy y Tom Tykwer hicimos Cloud Atlas sobre la responsabilidad que nosotros como seres humanos tenemos unos con otros, porque nuestra vida no nos pertenece plenamente”, dijo con una sonrisa algo tímida y aprovechó la situación para mencionar a Gwen Araujo, el joven transgénero asesinado en California en 2002: “La invisibilidad es indivisible de la visibilidad, porque para las personas trans no es simplemente un enigma filosófico; puede ser la diferencia entre la vida y la muerte”.
Cómo se sentirá ser una chica que nació en el cuerpo de un hombre. Cuánto complicaría aún más las cosas si esa chica, en cuerpo de varón, gusta de otras chicas. Cuán difícil puede ser para el afuera entender todas esas cosas y, peor aún, de qué tamaño puede llegar a ser el dolor del que las vive en primera persona. Sobre eso también habló Lana Wachowski y en su discurso usó la inteligencia de sus guiones, su enorme simpatía y mostró cómo su fragilidad la hizo invencible. Así, como un superhéroe que podría haber creado junto su hermano.
Cuando alguien hace la diferencia es como un poco de sombra protectora en un desierto. Así que todos aplauden, dicen que bueno y de pronto el “raro” pasa a ser “normal”: entonces todo es políticamente correcto y ya nadie discrimina. Esas comillas son inamovibles porque implican que lo raro y lo normal son citas, referencias siempre realizadas por otros. En situaciones que tienen que ver con lo que la mayoría no entiende suele haber dolor. El que se queda solo y sin defensa tiene que ser un héroe para sobrevivir. Y no importa la minoría en particular a la que pertenezca, puede incluso ser simplemente pelirrojo en una sociedad castaña. Por eso, cualquier acto realizado o no, una palabra dicha o silenciada, todo es una toma de postura y eso implica a todos. Lana salió al mundo a aclarar los tantos porque entiende todas estas cosas. Ella hace.
“Cuando yo era joven quería desesperadamente ser escritora y directora de cine, pero no pude encontrar a nadie como yo en el mundo y sentía como si mis sueños se anularan simplemente porque mi género era menos típico que otros. Si yo puedo ser esa persona para otra persona, entonces el sacrificio de mi vida cívica privada puede tener valor. Sé que estoy acá por la fuerza, el coraje y el amor que tengo la bendición de recibir de mi esposa, mi familia y mis amigos. Y así espero ofrecer mi amor en la forma de mi materialidad a un proyecto como éste, iniciado por el Comité de Derechos Humanos, para que este mundo que imaginamos en esta habitación pueda ser utilizado para obtener acceso a otras habitaciones, a otros mundos antes inimaginables”, declaró.
“Ningún hombre es una isla que vive por sus propias fuerzas, ningún ego es un continente, ni un planeta autosuficiente. Acaso es un pedazo de miedo rodeado de nada, un jirón de vida colgado de un traje viejo, un guijarro lavado por las desmemoriadas aguas del tiempo. La ciencia es poca cosa, es un promontorio resbaladizo donde las manos se aferran. Tu cuerpo es una envoltura vana, un pájaro descoyuntado con el pico roto aventado a los basureros de la muerte. Habitante de la Tierra, la muerte de toda criatura te disminuye. Por eso, cuando alguien muere, no preguntes por quién doblan las campanas de la extinción, doblan por vos”.
Empatía. A grandes rasgos todos deberían saber el significado de esta palabra que podría hacer girar mejor nuestros mundos. Al menos tener idea de una definición cercana y tratar de aplicarla. Eso hace Lana Wachowski. El poeta metafísico inglés John Donne tenía 52 años en 1623 cuando escribió su obra más trascendente, Meditaciones en tiempos de crisis. La Número XVII, citada en el párrafo anterior, tiende una red invisible a través de los tiempos y demuestra, empírica y hermosamente, su certeza.
En 1940, Ernest Hemingway publicó un libro que tituló en homenaje a la reflexión de Donne. Por quién doblan las campanas es una novela que habla de la Guerra Civil Española en primer término, pero en realidad cuenta la historia de un hombre que entiende que es mucho más que él mismo tratando de destruir un puente y se comprende como parte de la humanidad. El gran y viril autor hablaba, en esa magnífica obra, no sólo de empatía, sacrificio personal y amor, sino también de la multiplicidad del ser. Como hace Lana en sus guiones, películas, entrevistas y discursos.
En la trama de esta amalgama empática están enredados también desde Joan Baez, que interpretaba en los 70 una versión de esta meditación de Donne, hasta Jon Bon Jovi, que en su tema de 1990, Santa Fe canta: “Dicen que ningún hombre es una isla” para reflexionar después, entre solos de guitarra, que le echa la culpa a este mundo por hacer malvado a un hombre bueno.
Lana, junto a Andy, propone una reflexión, la misma que meditó en la Edad Media el genial Donne y que ahora los Wachowski elevan hasta la máxima potencia. En cada una de sus películas, pero sobre todo en Cloud Atlas, Lana y Andy ponen en duda el concepto de lo que se considera real. Se preguntan y le cuestionan a la platea la peligrosa subjetividad de los puntos de vista parcializados y ofrecen, pochoclera y entretenidamente, la posibilidad de entender la importancia de la amplitud de miradas. Desde acá: ¡bravo!

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miércoles, 23 de enero de 2013

Tinta Roja: Un crimen de novela*

En 2000, el cadáver de un publicista apareció en un río polaco. Tres años después, la policía descubrió que el asesino, Kristian Bala, había contado su obra en un libro. Ego, escritura y menjunje psicópata.

* Esta nota fue publicada en la revista El Guardián en enero de 2013

Krystian Bala publicó su primera novela en 2003 y ahora cumple una condena de 25 años en prisión por el asesinato que cometió en el libro. El homicidio que llevó adelante en la vida real lo había dejado libre. La realidad y la ficción se retroalimentan y el juego macabro de la posmodernidad es borronear cada vez más la línea que las divide. La vida, el arte, la vidriera globalizada, la primera persona exaltada y la supremacía del yo. Éxito, ego y un menjunje psicópata que se corona con el caso de este joven escritor polaco que sigue proclamando su inocencia a pesar de haber arruinado su “crimen perfecto” por sus irrefrenables ganas de narrarlo.
El 10 de diciembre de 2000 apareció un cadáver flotando en el río Óder, junto a la ciudad polaca de Wroclaw. La soga que lo estrangulaba, además mantenía sus muñecas y pies atados a la espalda. Tenía la cabeza llena de cicatrices y sólo vestía una camiseta y calzoncillos. Fue identificado como Dariusz Janiszewski, un empresario dueño de una agencia de publicidad que había desaparecido hacía cuatro semanas. En la autopsia se confirmó que lo habían torturado brutalmente durante varios días, pero la investigación policial no encontró ni una pista que le indicara quién podía ser el culpable. La víctima llevaba una vida tranquila y no tenía enemigos aparentes. A los seis meses se archivó el caso.

Como en una novela negra, un policía obstinado no podía quedarse tranquilo con ese cierre inconcluso y se obsesionó. Es un detective de la vida real, se llama Jacek Wroblewski y se puso a investigar. Ya habían pasado tres años. Los casos sin resolver suelen tener algún dato que se pasó por alto, así que volvió a leer los viejos expedientes en busca de una pista perdida y, ni que fuera un capítulo de La ley y el orden, ¡Bingo!: encontró algo.
El detective Wroblewski notó que el día de la desaparición, la víctima había recibido una serie de llamadas. Algunas fueron realizadas desde una cabina telefónica en la misma calle de su oficina y otras desde un celular que nunca habían encontrado. Como un sabueso, el policía olió que ahí había un cabo suelto digno de seguir y rastreó, cual perro de presa, su ruta.

Lo encontró. El celular en cuestión había sido subastado en internet cuatro días después de la desaparición de Janiszewski. El vendedor era un treintatreintañero intelectual llamado Krystian Bala que había publicado recientemente una espeluznante y sádica novela en donde describía, en primera persona, un crimen igual al que el detective estaba investigando.


Un joven secuestra y tortura al amante de su mujer. Finalmente lo arroja al río Óder, junto a la ciudad polaca de Wroclaw. Antes, para asegurarse de su horrible muerte, le ata una soga que lo estrangula y mantiene sus muñecas y pies sujetos a la espalda. Escapa, nadie nunca lo relaciona con el asesinato. Ha
cometido el crimen perfecto. Se jacta sobre su siniestro final feliz. Esa es la novela. Se llama Amok, una palabra que en algunas lenguas centroeuropeas se usa para referirse a una furia homicida ciega.

El sabueso que sabía leer

Wroblewski leyó el libro. El asesinato era el mismo, igual. El protagonista y asesino se llama Chris, la versión sajona del nombre de Bala y, como un Columbo cualquiera, el detective se basó en la novela para investigar a su nuevo sospechoso así como quién no quiere la cosa. Las similitudes entre la ficción y la realidad son más que inquietantes y pronto todo lleva a una sóla, única conclusión.
Bala se ganaba la vida como escritor de turismo y también hacía fotos de fondos marinos. Le gustaba presentarse como filósofo y se interesaba en pensadores posmodernos como Jacques Derrida, Georges Bataille y Michel Foucault. Se divertía construyendo mitos sobre sí mismo para que sus amigos dudaran,
les costara cada vez más distinguir los inventos de la verdad. Un día escribió un libro que fue el punto cúlmine de su juego de confusiones. Recluido ya desde 2007, el escritor sigue asegurando que es inocente y que se basó en los artículos que leyó en el diario.

Bala se casó con su novia de la escuela secundaria, Stasia, en 1995 a los 21 años y tuvieron un hijo. Para mantener a la familia tuvo que dejar la universidad y puso una empresa de limpieza, pero quebró. Su matrimonio también se derrumbó. Era el año 2000 y se fue de viaje. En 2003 publicó su primera
novela, pero no se vendió bien. El libro habría quedado en el olvido de no ser por el obstinado detective que la usó de guía para llegar a la verdad. Esa que a Bala le gustaba borronear.
En 2003, Kristian Bala fue arrestado como posible culpable del asesinato de Janiszewski. Dijo que era inocente y tomó una prueba de polígrafo. Los resultados no fueron concluyentes. No había ninguna
evidencia concreta en su contra más que la inquietante casualidad y finalmente fue liberado.  Pero el detective ya tenía la verdad entre sus dientes y no la iba a dejar escapar. Siguió investigando. El acusado afirmó que fue golpeado violentamente durante el interrogatorio y Wroblewski lo niega.
El detective siguió su pista y logró comprobar que los llamados a Janiszewski el día de su desaparición se habían realizado desde una línea de teléfono de Bala, porque desde el mismo número ese día el escritor también se había comunicado con sus padres. Y un moño para tanto esfuerzo: la ex esposa, Stasia, era amiga de Janiszewski. Una noche el escritor los había enfrentado por celos.
Bala fue detenido de nuevo. Cada vez más pruebas salían a la luz. Bala había estado en Indonesia y China en la misma época en que desde esos destinos se enviaron mails a un programa de la televisión polaca con reflexiones filosóficas sobre “el crimen perfecto” en referencia al caso Janiszewski.
El abogado defensor aseguró que todas las pruebas eran circunstanciales y el acusado insistió en una conspiración policial en venganza por haber quedado en ridículo con la primera detención. El proceso judicial comenzó en 2006, terminó en 2007 y concluyó que Kristian Bala era culpable. El escritor fue condenado a veinticinco años de cárcel y, tras las rejas, sigue clamando por su inocencia mientras escribe su segunda novela, que se llama De Liryk.
Las consecuencias que puede acarrear la ficción sobre la realidad, el juego macabro que se volvió contra su creador, la maquinaria sádica versus la paranoica y la duda, la angustiante duda, de no poder diferenciar recuerdos de fantasías. Con todos esos elementos alguien como Roman Polanski podría hacer una maravillosa película. Su nombre tentativo quizás sea True Crime, como el del brillante artículo de David
Grann en The New Yorker sobre el que se basó el director polaco para escribir un thriller que quizás llegaría a realizar en 2015. Así, como para agregar por gusto una vuelta de tuerca más a tan intrincada historia
verdadera.

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viernes, 18 de enero de 2013

Eterno resplandor de un escritor luminoso*


Acaba de llegar a las librerías Caza de conejos, un extraño y exquisito libro ilustrado de Mario Levrero, mientras que la editorial Mondadori este año publica sus obras completas. El uruguayo inclasificable que no deja de seguir sorprendiendo.



A pesar de su vasta obra, Mario Levrero solía ser un secreto que algunos buscaban con esfuerzo en librerías de todo tipo. Si al ajedrez se lo considera un deporte, también podría decirse que lo es haber recorrido puestos de libros a la caza de viejas ediciones perdidas de este desconocido tan famoso de la literatura rioplatense. La destreza es la misma: pasión, inteligencia, estrategia, precisión y un poco de suerte.
Uruguayo con mucha vida porteña, Levrero desarrolló su carrera de ambos lados del Río de la Plata. Ser un autor de culto no da dinero, así que fue librero, fotógrafo, humorista, editor de una revista de ingenio, crucigramista y autor de un manual de parapsicología. Además, dio talleres y hacía cuentas estrafalarias para sobrevivir. Era como un linyera de clase media. El prestigio, las alabanzas y toda la pantomima a su alrededor nunca fueron escenarios que haya anhelado. Él sólo quería salir a hacer sus breves paseos por Montevideo, comprar novelas policiales baratas, disfrutar de la compañía de chicas lindas a las que les pedía que le llevaran tupperwares con milanesas y encontrar el orden perfecto que encajara en su desorden.
Mario Levrero se parece al amor porque es calmo pero emocionante, siempre está ahí aunque no se lo alcanza con facilidad, habla de todo lo que uno quiere escuchar de un modo bonito, sorprende en el momento en que uno piensa que se va a aburrir y se afianza, empatiza, acompaña. Cuando murió, en 2004, muchos sintieron que despedían a su mejor amigo y otros recién comenzaron a enterarse de quién era ese hombre.
Los artículos en los diarios uruguayos fueron sobrios, informativos: “Su nombre era Jorge Mario Varlota Levrero y ha usado otros como Alvar Tot y Lavalleja Bartleby. Su obra no se puede encontrar toda junta. La Ciudad (1970), su novela más conocida, fue editada por Plaza Janés. Tiene, además, infinidad de cuentos publicados, la mayoría en Buenos Aires”.
Qué tragedia saber que un día la obra se acaba y ya no hay más para leer de Levrero. Los fanáticos de siempre lloraron desconsolados y los nuevos comenzaron la alegría propia y luminosa de descubrirlo para llegar pronto a la nostalgia de saber que se iba a acabar. Pero él siempre, como el buen amor, sorprende cuando uno piensa que ya nada va a cambiar.

Muchos muchachos
Levrero, autor de culto en vida, nunca supo ni podría haberse imaginado todo lo que iba a pasar con él y su obra después de su muerte. El adorable viejo loco no organizó sus escritos para que sus herederos lo siguieran editando o sacaran cada tanto alguna joya escondida en su cajón. Él no ordenó sus apuntes, sólo dejó una carta, después de haber sufrido un problema cardiovascular, en la que pedía que la próxima vez no le hicieran ningún tratamiento. Y ese fue todo su plan.
Su último trabajo, lo que escribió como final de obra, fue lo primero que conocieron muchos: La novela luminosa, que publicó Alfaguara Uruguay un año después de su muerte y casi inmediatamente después la editorial Mondadori en Argentina. Es un libro en el que cuenta su imposibilidad, un proyecto que confiesa haber empezado 20 años atrás y en el que había fracasado incontables veces. Esa es la obra para la que solicitó la beca a la John Simon Guggenheim Foundation y en la que narra a lo largo de un prólogo de 450 páginas, el “Diario de la beca”, cómo se va gastando el dinero sin escribir una línea. Pero en realidad lo hace, la no novela es el corazón de su novela y esa es su hermosa y desesperante obra: lo que ve por la ventana, el devenir de unas palomas, lo que sufre por su insomnio, lo que hace en su computadora y las cosas que sueña mientras espera poder escribir.
Entonces todos cayeron rendidos a sus pies. Con apenas un segundo en las librerías y el autor muerto, este libro se convirtió no sólo en uno de los más perfectos artilugios levrerianos, sino también en una de las novelas más importantes de la literatura latinoamericana de los últimos años. Y comenzó el aluvión, la fiebre por conseguir más y más de él. La paradoja de los nuevos fanáticos, que lo leen desde el final hacia el inicio, no hace al caos porque su trabajo, ajeno a cualquier moda, es heterodoxo, inclasificable y cualquier pieza queda bien en el sitio que caiga.
Durante los últimos años, poco a poco, Mondadori fue dando a las librerías locales algunos títulos definitivos, como Dejen todo en mis manos (2007), la Trilogía involuntaria y Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (2009), La banda del ciempiés y El Discurso vacío(2010) y El alma de Gardel y Fauna/ Desplazamientos (2012). Algunos mejores que otros, pero todos esperados. Igual, siempre se busca algo más. Así que la editorial decidió dejar el cuentagotas y anuncia que a lo largo de 2013 va a editar las obras completas de Mario Levrero.
Oh, la expectativa. Todas las novelas, cuentos y relatos como un chorro, que aún no tiene fecha de llegada, pero que puede incluso dar más sed sólo por el hecho de saber que viene. Así que mientras, y porque siempre se encuentra algo nuevo de Levrero, este mes llegó a las librerías Caza de conejos, de la editorial española El Zorro Rojo y distribuido en Argentina por Del Nuevo Extremo. Si cada libro del autor uruguayo es una rareza en sí misma, este tiene un plus de extrañamiento. El autor se mete en el género del micrrorelato a través de una surrealista caza de conejos como hilo conector de un montón de hermosas y poéticas experimentaciones narrativas que tienen su característico humor filoso, una forma lateral de erotismo, fantasía casi mística y su ensayo tradicional de realidades dentro de realidades. Como una inception rioplatense irrepetible. Dirigido a un público juvenil, pero apto para viejos descreídos también, la obra viene con ilustraciones de la catalana Sonia Pulido.

Corazón de jogging
Anteojos de marco negro, cuadrados y con vidrios de aumento amarillento coronados por un par de cejas peludas, despeinadas y una mirada que podría parecer cansada, descreída, pero en realidad era asombrada. Los últimos años el cuadro se completaba con una melena enredada y canosa que nunca se iba a cortar y una barba larga como de un Papá Noel que sólo puede dar regalos intangibles.
Levrero nació en Montevideo en 1940 y siempre fue, de algún modo, como un científico loco. Su aspecto desprolijo, un poco sucio quizás, y enteramente adorable era apenas un reflejo de su enorme mundo interior. Así fue construyendo su obra, a fuerza de experimentos narrativos y recuerdos reciclados. Como un ropavejero que recolectaba lo mejor del policial, la ciencia ficción, la contemplación zen y más para ir probando, casi sin errar, cualquier género. En su cumbre logró la unión de todos. Inclasificable casi hasta el chiste, se dio a conocer en la colección "Literatura diferente" de la editorial uruguaya Tierra Nueva.
Los encasilladores querrían poder decir que se parece a Felisberto Hernández y es cierto, pero también esa definición le queda corta. Los cuentos de La máquina de pensar en Gladys y la novela La ciudad, de 1970, lo podrían situar en una suerte de ciencia ficción kafkiana, mientras que París (1979) y El lugar (1982) hoy son parte de su Trilogía involuntaria. Nick Carter… es parodia y policial negro y El discurso vacío tanto como La novela luminosa son él mismo. que es un poco de todo lo anterior con una pizca de excentricidad y simpleza.
“La gente incluso suele decirme: ‘Ahí tiene un argumento para una de sus novelas’, como si yo anduviera a la pesca de argumentos para novelas y no a la pesca de mí mismo. Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma, y no invenciones.” Eso dice en El discurso vacío.
Le interesaba mucho la autohipnosis y creía no sólo en los fenómenos telepáticos sino también en los fantasmas, a veces. Leía sobre zen, era adicto a las computadoras y odiaba que lo trataran de usted. Era un apasionado de las novelas policiales y sólo soportaba oír tango o música clásica. Ese ser místico, casi iluminado, también era un viejo loco en camiseta. Neurótico hasta el autoencierro y egoísta como un hijo único, logró empatizar con casi cualquiera que agarra un libro suyo y se deja llevar por su irrepetible realismo introspectivo. Así que si hay más, bienvenido sea. Como el amor.

Esta nota fue publicada en la revista El Guardián en enero de 2013


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