viernes, 14 de septiembre de 2012

China Zorrilla: “Tengo una mentalidad de 15 años, soy un peligro”

El año pasado tuve la suerte de pasar una tarde con la bella, genial y asombrosa China. El resultado fue esta nota. El encuentro fue a propósito de una obra de teatro leído que estaba haciendo, pero en realidad con ella todo es sobre la risa y los buenos momentos.

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*Una versión de esta nota fue publicada en la revista El Guardián en mayo de 2011

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Flor, la yorkshire que la acompaña desde hace 20 años, le gruñe a cualquiera que se le acerque y ella, como haciéndole un contrapunto de dúo cómico, recibe a sus invitados con una sonrisa, la mirada amable, chistes al paso, anécdotas de todo tipo, disparates y, si hay suerte, hasta una serenata al piano. La pequeña perra tose y la dueña le dice con un tono afectuoso y guarramente paquete: “No te mandés la parte, prostituta”.
China Zorrilla está preocupada porque no sabe qué decirle a Mirtha Legrand sobre “el tema” de la infidelidad de Juana Viale a Gonzalo Valenzuela con Martín Lousteau. “¿Qué le digo si la llamo?”, pregunta en ese tono tan suyo, la voz grave al inicio de la frase que termina en un agudo histriónico y comprador que deja la duda. ¿Habla en serio? No, es un chiste. Bueno, un poco de las dos cosas.
En presencia de China todo parece un poco más maravilloso de lo que en realidad podría ser porque ella contagia su mirada divertida de las cosas. Por ejemplo, de pronto es realmente necesario saber el nombre de ese “galán tan buen mozo” que aparece en la novela de la tarde y cada tanto roba la atención de la actriz, que tiene de fondo la tele prendida en Canal 9.
“Hay que averiguar quién es, nena, no lo dejes escapar. Vos que sos joven, aprovechá. Mirá, yo tengo 89 años y hace tiempo que no veo un tipo que me impresione tanto. ¡Es más que un carilindo! ¡Es varonil! No, oíme: hacé algo”, dice, reclama, suma cómplices.

–¿Seguís esta novela, China?
–No, no sé ni lo que es, la verdad. Pero averiguá inmediatamente quién es ese hombre. Es buen mozo en serio, no es que estoy gagá, ¿no? Decime, decime.
–Es buen mozo, sí.
–¡Pero es inesperado que aparezca en una telenovela un hombre así! ¿O no? Decime.
–Es muy varonil…
–Estoy enamorada de ese actor. Parece un tipo de gran apellido, ¿no? Mirá, te digo una cosa: yo tengo una mentalidad de 15 años, soy un peligro. Si me llego a prender de una telenovela, suspendo todo y me quedo acá clavada para ver con quién se queda el galán. Dejo Las d’enfrente y todo.

China amenaza con lo imposible, porque es absurdo imaginarla privándose de ir al teatro a hacer lo que más le gusta: actuar, pisar las tablas, ser parte de un elenco. Esta aventura puntual que China calificará de “aburrida”, pero después dirá que es “divertida”, comenzó en 2010 cuando el director Santiago Doria le propuso hacer una versión semimontada de la comedia costumbrista del autor Federico Mertens. “El otro día hicimos dos funciones y en total metimos 1.600 personas: 800 y 800. Impresionante”, se entusiasma y habla del bordereau, del público que ríe a carcajadas y le brillan los ojos.

–Es raro tanto público en teatro semimontado, ¿no?
–Mirá, cuando me ofrecieron hacer Las d’enfrente me dijeron “teatro leído” y de sólo escucharlo ya me aburrió. Un amigo me contó que ya lo había hecho. Yo: “¿Cómo es?”. Él: “Y, salen todos con el libro en la mano, China”. Yo: “¡Pero qué aburrido!”. Cuánto más me explicaban, más me aburría.
–Y al final no era nada aburrido.
–No, la obra es muy divertida.
–Y la gente…
–…y la gente aúlla de risa. El relato es sobre una familia en 1900 que envidia a las vecinas de enfrente porque son más ricas y las copian hasta el absurdo. Yo estaba sin trabajar cuando me lo ofrecieron. “Teatro semimontado”. Dije: “Bueno, me aburre pero vamos a hacerlo igual”.
–¿Por qué?
–Porque quedarme en casa sin hacer nada… no sé lo que es eso.
–¿Cuándo te dejó de parecer aburrido?
–Al instante. Para la segunda función ya esperaba salir a escena como si estuviera haciendo Romeo y Julieta de tanto que me divertía.
–Es tu primera vez en el teatro leído…
–Sí, nunca había hecho algo así. Pero te juro que aunque suena muy aburrido, es todo lo contrario. Y al final hay una carcajada del público que es impresionante. Es todo tan distinto a lo que me imaginaba… De pensar que era un sopor, ahora estamos todos contentos.
–¿Se te fue un prejuicio?
–¡Pero no! ¿¡Qué prejuicio!? ¡Es aburrido de verdad! Si se dice “teatro semimontado” nadie piensa en algo divertido.
–¿Pero entonces por qué aceptaste hacerlo?
–Es trabajo. Y somos un grupo de actores que quería hacer algo juntos. Hay gente que me ha dicho, después de la función, que pensaban que no les interesaba el teatro leído porque, bueno, ya te dije, es aburrido. Pero me explicaban que habían ido porque estaba yo, y fulano de tal, y de tal. Me cuentan sorprendidos que la pasaron muy bien, me dicen que se rieron mucho. ¿Te das cuenta? Lo único que importa es lo que está pasando. Y que lo cuentes con gracia. Cuando tenés, como yo, más de 50 años de hacer teatro y los días que no hay función extrañás, es porque está pasando algo bueno. Voy porque me divierte.
–Eso te pasa en general con el teatro, ¿no?
–Yo he tenido compañías mías. Y he estado en el elenco oficial de Montevideo, donde había que hacer lo que te daban. No podías protestar, si no te gustaba: mala suerte. Así que yo, en teatro, hago todo. Lo que hay, lo hago. ¡Y me divierto tanto! Y llego a casa a la noche y cuento lo que hemos descubierto ese día y me sigo divirtiendo. Y el aplauso final es... Las carcajadas de la gente son…
–¿Te gusta sentir al público?
–¿Oíste alguna vez reír a un público desde el escenario? Hacer reír a alguien, aunque sea nada más a uno, un poquito, es muy difícil. Y Las d’enfrente, en particular, es genial porque te lo da servido. El texto y nada más ya te da risa. Che, ¿no querés una Coca-Cola o algo un poco más excitante?
–Bueno, gracias. Un vasito.
–Ay, yo soy tan fiel a la Coca-Cola... Mi primer y único vicio, mirá qué aburrido. Che, me impresiona el silencio que tiene esta casa. No oís ni un ruido.
–¿Pero no vivís acá hace mucho?
–Sí, 25 años.
–¿Y todavía te asombra el silencio?
–Me asombra, sí, porque en cualquier otro lugar al que voy hay puertas que suenan, canillas que suenan, teléfonos que suenan.
–¿Y acá no?
–No.
–¿El teléfono tampoco, China?
–Sí, suena, pero cuando yo estoy no suena.
–¿Te aburrís un poco a veces?
–No, yo nunca me aburro.
–¿Y qué hacés para entretenerte?
–Siempre me entretengo de alguna manera, a mí me divierte estar viva. Bueno, ahora que tengo 89 años me divierte menos porque ya está muy cerca aquello que te dije, ¿no? El que te cuente que no le tiene miedo a la muerte, te miente. Todo se disfruta: el amor, la vida, los hijos. ¿Pero a qué se le tiene miedo? A la muerte. ¿Y qué hago para entretenerme, querías saber? No sé, escribo algo en algún lado, por ejemplo. Y siempre encuentro la forma de no estar triste, mirá que horrible.
–¿Cómo horrible? ¡Eso está bueno!
–Es horrible porque no es normal. Mamá decía: “China sería macanuda si no fuera tan anormal”. Jajajajá. Nosotras éramos cinco hermanas y todos decían que la primera que se iba a casar y llenarse de hijos iba a ser yo. Única soltera al final.
–¿Te apena un poco eso?
–Mirá, yo creo que me faltó algo en la vida que es muy importante. He sabido lo que es estar enamorada y todo eso, pero tener un hijo, que de aquí dentro salga una cosa llorando y viva, eso me ha faltado. Un hijo. Pero te decía que para entretenerme escribo. Yo escribo todo el tiempo. Pero un día me di cuenta de que es sólo para mí, no para que lean los demás.
–Pero serían interesantes tus memorias…
–Yo querría que aparecieran en alguna película algunos momentos de mi niñez. Vivíamos en Montevideo en una casa enorme de dos pisos y siempre pasaban cosas divertidas, interesantes. Éramos como 30 personas en total: mi abuelo, mi abuela, un tío con la mujer y sus seis hijos varones, papá, mamá, nosotras cinco y más gente. Cuando nos marchamos, hubo que empacar toda la casa y nos dejaron ir a la parte de más arriba, donde había muebles y ropa de antes, antigua.
–¿Por qué se mudaron?
–Mi abuelo había tenido plata y de golpe se fundió. Con mis hermanas y los primos, a la noche, oíamos que había lío, pero no sabíamos bien qué pasaba. Y un día, no me olvidaré más porque esas cosas sólo pasan en las novelas, vinieron las mucamas, sus hijos, los maridos, todos “los pobres”, así les decíamos nosotros, Eulogia, Jesusa, el galleguito que era el hijo de la cocinera y fue mi amigo de la juventud, todos: vinieron a ver a mi abuelo. Y había que avisarles que nos mudábamos, que muchos se iban a quedar sin trabajo, pero antes de que él pudiera hablar, ¿sabés qué le dijeron? Que ya sabían que no tenía un mango, pero que él les había pagado muy buenos sueldos durante muchos años y que por eso habían podido ahorrar, porque además vivían y comían en la casa, y que estaban dispuestos a prestarle plata.

Como si fuera una película producida por Lita Stantic, todas las imágenes de ese pasado patricio que se vino abajo se funden en la China actual, que va hasta el piano y muestra las fotos que tiene apoyadas arriba. Ahí están las cinco hermanas Zorrilla con vestidos iguales, en fila y sonrientes, tipo los niños Von Trapp de La novicia rebelde. La actriz con su perra Flor, con su amigo Carlos Perciavale, con su admirado Alfredo Alcón y en el medio de todo, con
Néstor Kirchner.
China toma la foto con un cuidado casi ceremonial, de atrás del marco saca un sobre como si fuera el mapa de un tesoro y lee: “En un día tan especial no quería estar ausente para hacerle llegar mi más sincero reconocimiento y admiración por una trayectoria dedicada a reafirmar los valores de nuestra cultura rioplatense. Mi querida China, por su calidad artística, pero sobre todo por su calidad humana, usted es un ejemplo de vida para seguir trabajando por un mundo mejor con más solidaridad y más justicia. Feliz cumpleaños, un abrazo pingüino, Néstor”.
China, que no deja que la tristeza le gane ni un centímetro de terreno a su desfachatez, pregunta con la voz quebrada “¿Sabés el tesoro que es esto para mí?” y al segundo vuelve a brillar para decir: “Pero pará, mirá qué cómica la carta de ella, que no pierde tiempo y va a lo concreto: ‘Querida China, te quiero mucho y Néstor también. Cristina’. ¡Me encanta su forma de ser! Y quedé íntima de la pingüina. No paro de llamarla. Nos vemos bastante, eh”.
Entonces China saca una partitura de Chopin y mientras asegura que es “muy mala, pésima” se pone a tocar el piano con pericia. De pronto, frena para decir, con el asombro de una nena de cinco años: “Leer música es como saber otro idioma, pero más raro. Ves estos simbolitos y no
podés creer que haya algo escrito, pero está ahí”. Acaricia las teclas y comenta: “Este piano vino con la casa, que la alquilo, y nunca pregunté de quién era. Un día va a llamar alguien para buscarlo y yo me pego un tiro”.
Se ríe, sigue tocando, ahora habla fuerte. Con una sonrisa pícara dibujada en sus labios prolijamente maquillados de rojo, grita sobre la música: “Siempre me ha preocupado un poco eso de tener gente viviendo abajo y jorobarlos con el piano. O no, no me importa mucho. ¡Qué venga la gente que quiera a quejarse! ¡No voy a dejar de tocar!”




miércoles, 5 de septiembre de 2012

Yo fui burrera*

Entre Victoria Ocampo y Charles Bukowski. Como lectora ecléctica que terminé siendo, tuve mi momento de amor por cada uno de ellos. Fueron distintos los motivos y sucedió en períodos muy lejanos de mi vida. Hasta ahora no había encontrado nada que la aristocrática dama de las letras local pudiera tener en común con el adorable borracho que descontroló los barrios bajos de Los Ángeles.
Sin embargo hoy, un miércoles cualquiera de este verano caluroso en la ciudad, me vinieron los dos a la mente. Juntos. Llegaron a la vez como el angelito y el diablito que podrían acompañar a mi versión en cartoon. Ocampo y Bukowski pasearon conmigo toda la tarde. Resulta que me escapé a buscar un poco de oxígeno al Hipódromo de
San Isidro y me resultó imposible deshacerme de sus fantasmas. Incluso después, vinieron dos más.
“Fijate la belleza de este parque, vamos a pasear por los magníficos bulevares”, dice una a la derecha mientras que desde la izquierda me llega el susurro del otro: “Encará ya mismo para adentro, tengo un plan de juego, sacá la billetera y apostemos ya”. No sé a quién hacerle caso, así que me voy a la tribuna con el Programa Oficial y pospongo la decisión. Podría estudiar las carreras, pero también sentarme sólo a escuchar el viento que sopla entre los árboles.
Hago las dos cosas. La primera de hoy es a las cuatro de la tarde y todavía falta media hora. Tengo tiempo y lo disfruto. Desde lo alto de la tribuna, con todo el cielo despejado sobre mi cabeza y la pista aún vacía por delante, pienso que este lugar es ideal para pasar unas vacaciones.

-Una heladerita con cervezas, tabaco, un cuaderno, birome, algo de plata para apostar y olvídate del mundo–me dice Bukowski.
-Deberíamos pasarnos a la Tribuna Oficial, que tiene una confitería hermosa y una vista estupenda –me avisa Victoria del otro lado.

No sé qué hacer así que me quedo en “la perrera”, como le dicen los tangueros a la popular y se suman a mi corte imaginaria el señor Irineo Leguisamo y don Carlos Gardel. Ahora sí, esto es turf rioplatense de verdad. Tengo al borracho, a la dama, al Zorzal y al jockey uruguayo más importante de la hípica sudamericana del siglo XX. Me siento bien rodeada. Ya puedo empezar.

Por una cabeza de un noble potrillo
Los empleados del Hipódromo de San Isidro parecen salidos de cuentos. Me detengo especialmente en la señora que vende las revistas, una dama que transita la delgada línea que divide la elegancia del retro trash y le compro la Puros de carrera a seis pesos. “Apostar es fácil”, avisa un cartel ahí en el hall y otro advierte: “No se acerque a la ventanilla para evitar enfermedades”.
Le pregunto qué hacer a Bukowski, me pide “decime Hank” y se distrae con unas piernas que pasan llevando a una mujer. Busco a Victoria, pero no la encuentro. Gardel y Leguisamo se emperran con Lunático y no hay forma de hacerles entender que aquel caballo del cantor que montaba el Pulpo ya no está, así que me aventuro sola. Con el alma repleta de decadencia y glamour, le pido a un caballero de evidente peluquín que está detrás de la ventanilla:

-Honouring a ganador para la primera.
Lo que quiere decir que elegí el caballo porque me pareció divertido el nombre del stud, que es Chamuyo. Hice la apuesta mínima, una triple de canje-enganche y placé por dos pesos. Después, aferrada a mi esperanza, me fui a sentar a unas mesitas con sombrilla que hay en el césped, cerca de la pista, sin mucha idea de lo que había hecho, lo que estoy haciendo, pero extrañamente contenta.
Voy a la redonda principal a ver a los caballos participantes. Los jockeys los montan y dan la vuelta. Esos animales son tan hermosos como peligrosos, pasan a centímetros de mi cara y me doy cuenta de que hice una estupidez. Este es el momento de elegir al ganador, pero yo ya aposté por ansiosa, así que sólo miro el espectáculo sintiéndome bastante tonta. Ahora hay 15 minutos para que todos hagan lo que yo ya hice y las ventanillas antes vacías están repletas. Cuando se abran los partidores empieza la carrera y eso es ya.
Largan. Corren. Transpiramos todos. Los caballos, los apostadores, los jockeys, el relator. En el aire se puede oler la adrenalina. Es una energía que te levanta dos centímetros sobre el suelo casi literalmente. Hay gritos. La gente está gritando. Yo también grito. Las voces a tu alrededor te sacuden, todo el momento es como un shock eléctrico demencial que te deja temblando, con el corazón bombeando a mil latidos por segundo, y la respiración agitada. Aunque no estés en la arena, sos el caballo. A pesar de estar sentado en la platea, corrés como si te siguiera la muerte.
Honouring llega en tercer puesto. No gané nada pero no estuve tan mal para ser una novata. La tensión alrededor se calma. La vida acaba de pasar y duró menos de un minuto. Todo eso sucedió en apenas 55 segundos. Lo chequeo con el reloj una y otra vez porque me parece increíble. Es muchísimo lo que se pone en cada carrera, y no me refiero sólo a la plata, para que después se juegue tan rápido.
“Seamos más exactos”, me dice el Pulpo Leguisamo y aclara: “La de mil metros se corre en 55 segundos máximo, la de mil doscientos puede llegar hasta un minuto y diez segundos. Son más o menos doce segundos cada 200 metros”. Pienso que si la carrera fuera de verdad tan larga como la sentís habría más cantidad de infartos por día. Se podría llevar la estadística en un Excel lúdico- macabro. La energía de los caballos cuando pasan frente a vos te empapa como una lluvia torrencial. Se te puede ir tranquilamente la vida en ese instante.
Ganó Natural Killer, pero tengo otra oportunidad en la segunda, y faltan 25 minutos. “Apostemos”, me dice Bukowski al oído. “Dale, purreta”, lo avala Gardel, Leguisamo asiente con la cabeza y Victoria parece que se fue a pasear por los bucólicos bosques porque sigo sin encontrarla. Quedé a merced de estos burreros fantasmas que me llevan de las narices.
Esta vez me voy a tomar mi tiempo para analizar bien a los caballos en el paseo preliminar y leer con seriedad el Programa. Le voy a sacar jugo a las estadísticas que tengo a mano, voy a pensar en los entrenadores y los jockeys. Les prometo a Carlos, Hank y el Pulpo que lo de elegir por el nombre gracioso ya fue, que esta vez le voy a poner seriedad al asunto. Me sonríen con orgullo.
Entre carrera y carrera el hipódromo entra como en pausa. Hace un rato cuando nuestros caballos peinaban la pista todo era energía y ahora no pasa nada. O sí: hay familias con varios hijos que vinieron a pasar el día, están los habitués que dejan hasta la salud, los que se escapan del trabajo un rato, los que tienen mucha plata, los que no tienen casi nada, los que pierden, los que ganan, los que tienen un golpe de suerte, los que se salvan, los que se hunden. Todos.
Esta es la vida de muchos. Es muy importante, realmente es significativo el sonido de la campana de largada porque te pone el alma alerta y es cuando el movimiento remplaza a esa quietud parecida a la calma que precede las tormentas. Ya sé cuál va a ser mi apuesta, la hago sin dudar, y de pronto la extraño a Victoria, así que encaro para la platea más hermosa, a la que entrás si sos de la realeza hípica, y paso las vallas de seguridad como si tuviera anteojos exóticos y una capelina hermosa. La dueña de todo San Isidro soy.
Me trepo con gracia a las gradas impolutas y empieza la segunda. La magia es cada vez más fuerte. El señor que relata la carrera por los altorpalantes tiene más acento porteño que cualquier porteño y su trabajo me parece un arte comparable a la poesía, la música, la actuación. Es como un rap hípico. Cuando los caballos pasan frente a la platea sube el volumen, acompaña la emoción de los presentes y cuando anuncia “Ha ganado Chupino” lo hace con delicadeza y respira sobre el micrófono para terminar.
Ahora están colocando los números de los primeros seis puestos en el marcador. El ganador bien arriba, los demás en orden descendente, y hasta figuran las distancias que hubo entre ellos. Perdí otra vez. No gané nada, pero igual voy a chequear.
Todavía tengo varias carreras por delante. El hipódromo de San Isidro está abierto hasta las diez de la noche y me quedan doce oportunidades. La tercera se corre a las 16.50, faltan quince minutos y ya es obvio que vamos a apostar. Victoria, Hank, Carlitos, el Pulpo y yo queremos un premio. Estudiamos, esta vez juntos y más sesudamente, las oportunidades y los tipos de juego. Esto se parece a aprender matemática avanzada. Estadísticas, números, posibilidades. Es difícil. Tiene exactitud y azar por igual. Pasan las carreras, pasan las horas, todo dura menos de un minuto.
Una vez que entras al hipódromo ya no te querés ir. No te tenés ganas, para nada, de sacar tu humanidad de este lugar. Sólo te interesa que la tarde transcurra con esta brisa amable, que los caballos estén siempre con todo por prometer y que vos puedas gritar, quebrarte la garganta alentando a tu elegido y volver a sentir esa energía otra vez, “una vuelta más y ya está” te decís pero sabés que vas a seguir.
Lo que querés ahora que ya son las siete es quedarte viendo el cielo sin nubes y parar los relojes en este momento relajado repleto de acción. Lo que harías, si pudieras, sería derretir el tiempo. Ahora, en el Hipódromo de San Isidro, este miércoles cualquiera de un verano caluroso en la ciudad, todas las cosas están pasando todo el tiempo. Desde esta grada verde no hay motivos aparentes ni razones de peso suficientes como para querer salir de acá. De verdad, una carrerita más y ya está.

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*Una versión de esta nota fue publicada en la revista El Guardián en febrero de 2012.