jueves, 30 de agosto de 2012

Arte de contradicciones. Pop, realismos y política. Brasil–Argentina. Todo arte pop es político*

Sala 1
Una buena revolución actual, modesta pero justa, podría ser la de reclamar la soberanía porteña sobre el barrio de La Boca, cada vez más for export. Que vuelva a ser arrabalero, que sus calles y recovecos vibren accesiblemente otra vez con la efervescencia de la cultura local y que caminar por la rivera siga siendo nuestra idiosincrasia.
Al terminar de recorrer Caminito, ahí frente al río, está la paquetísima Fundación PROA y la muestra que inauguró el sábado 14 de julioconfirma el sentimiento de necesidad de recuperar el sur porteño que puede embargar al que pasea por la zona. Arte de contradicciones. Pop, realismos y política. Brasil–Argentina, curada por Paulo Herkenhoff y Rodrigo Alonso, revela el modo en que estos dos países, desde el sur del mundo, encontraron su propia forma de expresar este movimiento que en lo genérico se podría asociar con Estados Unidos, la frivolidad, los íconos del cine en pósters y la publicidad de las grandes marcas entrelazada con el arte.
“Es evidente que el sentido de lo popular implicado en la abreviación ‘pop’ resuena de diferentes maneras en el norte y el sur del planeta. Si en Inglaterra y los Estados Unidos se identifica casi sin conflicto con la imaginería de la pujante industria cultural de masas, en América del Sur el desfase entre la exaltación mediática del consumo y las realidades políticas y socioeconómicas de sus pobladores da lugar a fenómenos de dislocamiento que promueven desde desvíos paródicos a verdaderas resistencias críticas”, explica Alonso, licenciado en Artes y especializado en Arte contemporáneo y nuevos medios.
Pop podría ser una botella de Coca-Cola intervenida y lo es de un modo sudamericano cuando las tres botellas alineadas pasan a ser la imagen de la resistencia que propone Cildo Meireles al imprimirles en el vidrio nuestro arraigado “Go Home”, y también lo es el poema de Décio Pignatari que deforma al imperio en un cartel que va desde “Beba Coca Cola” hasta “Cloaca”, pasando por los estados de “Baba” y “Caco”. Estas dos obras, Inserções em Circuitos Ideológicos. Projeto Coca-Cola (1970) y Beba Coca-Cola (1957), situadas al principio del recorrido, dejan claro desde el inicio el espíritu que tiene la exhibición.
La sala uno es pequeña, toda blanca y las obras que se ven ahí resumen a modo de prólogo contundente lo que se va a ver en los otros tres sectores de la muestra. Un guerrillero no muere para que se lo cuelgue en la pared reclama desde el piso una serigrafía del Che de Roberto Jacoby (1968) y a pocos metros está colgado, en la pared, el Che Guevara (1968) de Claudio Tozzi, un cuadro de simétricos 175 x 175 centímetros realizado con los icónicos trazos esquemáticos, colores saturados y pintura plana que el público general puede reconocer de las marilyns perpetuadas por Andy Warhol.
Alberto Greco mira y muestra en tres actos, con técnica mixta y collage sobre papel, el Asesinato de J. F. Kennedy y ahí están los recortes de diarios reales de 1964 como si el artista hubiera sabido la resignificación que le daría a su obra el tiempo. Al fondo del salón, las cuatro letras que forman la palabra LUTE (“luche”, en portugués) son rojas, inmensas y se juntan como un reclamo o invitación realizada por Rubens Gerchman en 1967 en una escultura limpia, moderna y verdaderamente inquietante.
Sobrevolando todo esto está colgada del techo la famosa escultura La civilización occidental y cristiana de León Ferrari, que el gran artista realizó en 1965 durante la guerra de Vietnam y muestra a Jesús crucificado sobre un avión de combate estadounidense. Con esta magnífica introducción queda claro el espíritu de lo que se va a ver a continuación y cierta emoción expectante empuja a seguir urgente hacia la sala dos.

Sala 2
De pronto, con efervescencia, la muestra estalla en el esperable color y el compilado de texturas; ahí están los acrílicos, la basura reformulada, el flúo, lo cotidiano hecho arte. Hay un hombre desarmado en un grito, cuerpos seccionados a modo de historieta, un carro de compras del supermercado con restos de piernas enyesadas y así, artistas como el consagrado brasileño Antonio Dias y la diosa pop porteña Dalila Puzzovio dan inicio a la segunda sala.
Esto podría ser un atentado, algo explotado que desparrama color. Como la Página policial (1966) del iconoclasta Jorge de la Vega, un collage sobre tela de una perturbadora y deforme armonía. En estas paredes hay corazones expuestos, literal y simbólicamente. Las 21 Petites Sculptures en Cheveux (1974-1976) de Artur Barrio, una obra realizada con mechones reales de pelo en mota, cuerda y fotocopia adherida sobre cartón, llama la atención desde su pequeña inquietante sobriedad.
El árbol embarazador fue terminado, según la firma en pluma de León Ferrari, en “Castelar, 15/12/64”. Este collage y tinta china sobre papel pertenece a la serie Manuscritos del artista. Es un texto en forma de ojo que rodea una foto de los genitales del David de Miguel Ángel. En la obra el escultor redacta, usando una prolija y prolífica letra cursiva de antaño, un fragmento bíblico apócrifo: el “siniestro Noé” fue mandado al Infierno junto a su descendencia para que se acaben “los serviles” en esta “Tierra corrompida”. Casi sobre el final del papel se lee que fueron salvadas “las mil sabias pecadoras, las revolucionarias, las que no creyeron en Dios, las maravillosas ateas, las que supieron gobernar su cuerpo con libre albedrío”. Y con el pulso firme, Ferrari asegura hace casi 50 años como podría hacerlo hoy que finalmente “nada pudo hacer Dios contra la vida”.
En esta segunda sala además está Onganiato (1967), de Carlos Gorriarena, y un Objeto-ambientación en madera con colchones policromados a puro color que hizo Marta Minujín en 1964. Se llama Revuélquese y viva. Hay una obra sin título de 1963 que se desgarra en su tela literalmente rota. Es una mujer desnuda y su cuerpo perfecto está sin terminar de la cintura para abajo. Mira su boca podrida en un espejo que la refleja perfecta, hermosa. Este óleo atrapa desde su pared al que pasa y es algo que siempre logró con su obra el gran pintor y escultor tempranamente fallecido en 2006 Pablo Suárez, uno de los artistas más filosos y poderosos de la Argentina.
Los Enamorados en un taxi (1966), de Miguel De Lorenzi, retrata cierta formalidad de los 60 en la provincia de Córdoba y la subjetiva desde el punto de vista del conductor de Interior de colectivo (1965) de Nicolás García Uriburu muestra el amontonamiento de Buenos Aires ya en aquella época. Hay un Corazón destrozado (1964) de Delia Cancela con perturbadores y hermosos trozos colgando fuera de la tela y un mimo visual de Antonio Seguí con su óleo de 1966 El nubarrón. ¿Vamos al Pan de Azúcar?. Además, la brasileña María do Carmo Secco iconiza en una serie a blanco y negro a Roberto Carlos.
La serie Juanito Laguna de Antonio Berni es parte de la historia local y en una muestra que en su título lleva el concepto “realismos y política” no puede faltar y acá está Juanito pescando entre latas (1972), un collage impactante donde la basura es verdadera y se opone a ese cielo naranja, irreal, que lo acompaña siempre. Otro imprescindible que por supuesto forma parte es Luis Felipe Noé con su Introducción a la esperanza (1963) y entonces llega el fin del color.

Sala 3
La sala tres es negra y se puede ver el film de 16 mm (transferido a DVD) Marabunta, que realizaron en 1967 Marie Louise Alemann, Narcisa Hirsch y Walther Mejía. Se recorre todo con el audio de fondo de este documental y acá está la muerte sin muchos eufemismos, a través de Invasión (1963) de Kenneth Kemble, La balsa de cadáveres (1963) de Charlie Squirru, una secuencia sin título que muestra gelatina de plata, un matadero de vacas de Sameer Makarius, un trozo de pared de azulejos blanca con una mancha de Ivens Machado, la documentación fotográfica de Meireles Tiradentes Totem Monumento ao Preso Político (1970) y otras desgarradoras obras, instalaciones y miradas diversas de Minujín, Carlos Alonso y Claudia Andujar, entre otros.
Todo cierra, a modo de círculo perfecto, con otro pedido de Lute (1967-98), esta vez de Carlos Zilio, en una pequeña serigrafía sobre film, resina plástica y marmita de aluminio. Luche, pide la muestra. Dan ganas.

Recuadro: Sala 4-La moda que incomoda

En el primer piso de PRoA, detrás de la librería, hay un anexo de la exhibición. Ahí está la sala cuatro, que desafía el prejuicio sobre la frivolidad de la moda desde una propuesta que muestra el uso del cuerpo y cómo se fue mancillando de diversas y alegres formas. Se abre el sector con los 16 zapatos imposibles que las mujeres sin embargo usaron y siguen usando que Dalila Puzzovio exhibe con luces de colores en una estructura de acrílico y metal en Dalila doble plataforma (1967).
Y hay un registro de la performance divisor (1968) donde Lygia Pape muestra de qué modos la alegría y la pobreza son brasileñas. En una pared descansa la enorme Boca (1967) de acrílico sobre aglomerado que realizó Pablo Menicucci como parte de la instalación Hola Sophia! que perturba desde su perfección imperfecta, y en dos acrílicos sobre tela de 1968 Wanda Pimentel muestra cierta realidad femenina desde la subjetividad de una mujer que se maquilla y otra que se dispone a coser.
En el fondo de todo, ahora sí como rutilante final de este viaje, hay un apartado en el que se puede ver una serie de documentales y uno se va a su casa embebido, repleto de aquello que fue el Instituto Di Tella y sus artistas, con un video del famoso happening de Minujín La Meresunda en las retinas y un testimonio ferozmente informativo sobre la gestación y creación de Tucumán arde, la revolución artística que escandalizó la dictadura de Onganía.

-º-
*Una versión de esta nota fue publicada en la revista El Guardián en julio de 2012














martes, 21 de agosto de 2012

Robin Wood: Nippur de Lagash al cine y el regreso de Dago*.

A mediados del siglo XXIV a.C.Nippur era un joven con el destino marcado, iba a ser el rey de la ciudad sumeria de Lagash y con sólo 11 años ya dirigía un ejército. Su bravura pronto fue tragedia y, traición mediante, terminó exiliado y sin nada. Así, con la promesa de volver a recuperar lo que es suyo, comenzó una vida de perseguido juntoa su amigo el gigante Ur-El de Elam. En los caminos, protagonizan las más increíbles aventuras mientras beben los mejores vinos y enamoran a las mujeres más bellas. Acción, historia, fantasía y humor heroico para todos los gustos.
Durante la primera mitad del siglo XVI, el noble veneciano César Renzi pierde todo en una trama de intrigas políticas.Masacran a su familia, es dado por muerto y lanzado al mar con una daga clavada en su espalda. Pero sobrevive y lo recoge un barco turco donde es tomado como esclavo. De este modo se convierte en Dago el cautivo y mientras sirve a distintos amos su sed de revancha lo mantiene vivo. Un príncipe vengador que demuestra su elegante fortaleza y se mete con todos, incluidas la monarquía europea y la institución de la Iglesia.
Esos son los argumentos de las dos historietas más famosas de Robin Wood, creador de alrededor de 100 personajes que pueblan unas 10 mil historias diferentes como las de Gilgamesh, Savarese y Pepe Sánchez, entre otras. El padre de las fantasías aventureras más intensas fue el compañero de infancia de varias generaciones argentinas desde la mítica editorial Columba a partir de 1967 hasta su cierre, en 1990. Aunque desde entonces no publica en el país, sino sólo en Europa, planea modos de regresar para alegría de su enorme público fiel.
Durante una extensa charla en el bar del hotel porteño en el que se hospedó unos días cuando vino de visita para participar como invitado de honor en la Feria del Libro Infantil y Juvenil el pasado mes de julio, habló de su enorme deseo de volver con sus tiras a Latinoamérica y, dato de datos, dijo que es probable que Nippur de Lagash llegue al cine. Aunque aún el proyecto está en una etapa muy inicial, parece que Enrique Piñeyro logró convencer a Robin Wood para que incluya entre sus mil actividades la noble tarea de guionar a su más famoso héroe para la pantalla grande.
Robin Wood no es un personaje inventado ni un seudónimo. Este hombre, igual que su nombre, es tangible. Tan palpable como la palmada en la cola que le da a esta cronista al paso, a modo de saludo final. “Si nos volvemos a ver te regalo un póster firmado de Nippur de Lagash o de la historieta que más te guste”, ofrece con una desubicada galantería.
Es como un permiso de ídolo que se regala a sí mismo, porque Robin Wood está realmente más allá del bien y del mal. Le encanta la polémica en todas sus formas y pone a prueba a sus interlocutores en cada charla. Dice cosas que sabe son políticamente incorrectas y cuando formula sus frases agudas, maliciosas y fuera de guión, mira al otro con los ojos brillantes de expectativa. Es como un filtro que lo sitúa para saber si habla con gente acartonada a la que hay que molestar o con almas afines con las que se puede reír del resto.
“Una vez una periodista francesa vino predispuesta a ofenderse por algo, se le notaba. Me preguntó si tenía novia y le dije que no. Entonces quiso saber si tenía una amante y le dije que sí, que tenía muchas, así no me aburría de desayunar siempre con la misma persona. Uh, sacó una nota sobre mí que era tremenda. Me acusó de misógino”, recuerda entre risas.
Despatarrado en un sillón, cuenta que antes de cada conferencia de prensa acostumbra aclarar que su nombre real es Robin Wood y que no tiene idea de dónde le viene la inspiración para sus historias. Lo comenta ahora con ánimos de complicidad porque, explica, así termina rápido con lo aburrido y pasa a las preguntas más interesantes. Es que al legendario guionista le gusta charlar y adora la autorreferencia. Se le permite con la misma alegría que una palmada en
la cola porque habla sin parar, con felicidad, mientras galantea un poco por deporte y
también trata de cazar al vuelo una mosca que hace círculos irrespetuosos demasiado
cerca de su cabeza.
Robin Wood cuenta la historia de su vida, que ya es parte de su mito, y repite como si fuera la primera vez lo que ya dijo millones de veces en cada entrevista que le hicieron en los últimos 40 años. Pero vuelve a asombrar porque sabe contar historias. Va mezclando en su parlamento un poco de castellano con otro de inglés, una pizca de italiano y hasta gaélico y danés. La mosca lo sigue toreando y en un breve aparte de cada anécdota aplaude el aire y después anuncia,
triunfal, “la atrapé”. La mosca siempre vuelve a aparecer, pero eso es una aventura más, algo que él podría narrar de un modo épico y genial.
“Desde que nací me llamaban el seannachie, que quiere decir en gaélico el que cuenta los relatos. Y yo le contaba historias a los otros chicos cuando yo era chico. Las iba inventando mientras las contaba. Yo era la televisión de los demás”, manotea a la mosca inalcanzable y dice: “ahora sí, la atrapé”, pero no, sigue volando. Robin Wood es paraguayo. Y a la vez no.
Nació el 25 de enero de 1944 en una colonia socialista que fundó un grupo de irlandeses y escoceses que venían de Australia. En ese lugar pseudoutópico pasó gran parte de su infancia sin electricidad ni agua corriente, entre leyendas galesas. Nunca conoció a su padre y le gusta provocar también con ese dato: “Una vez, a uno que se me presentó así con muchos títulos, ‘soy fulanito de tal, director de no sé qué, agregado cultural de no sé dónde’, yo le dije ‘encantado, y yo soy el hijo de mi madre con un señor que pasó cerca esa noche y no vimos nunca más’”.
Su infancia tiene que haber sido difícil, pero él la cuenta como una aventura: “Mi madre era también un poco como una gitana y se la pasaba yendo de acá para allá. Estuve con ella en la colonia hasta los cinco años, después viví con otras familias. Cuando tenía 8 o 9 vinimos a Buenos Aires, viví tres años en un orfanato porque ella no me podía cuidar y volví al Paraguay más o menos a los 12”.

¿Nunca pensaste en hacer un guión basado en tus propias aventuras?
–No, nunca. Y tampoco el libro autobiográfico que siempre me piden. Por un lado, es imposible para mí recordar qué pensaba antes. La vida era una lucha, pero yo no lo veía así. Era muy pobre y tuve trabajos muy duros, algunos realmente eran una pesadilla, pero ya no me acuerdo cómo era, lo que pasaba por mi cabeza. Además, tampoco puedo escribir sobre mí porque sería… una mentira. Yo soy como el resto de las personas, muchas versiones de mí mismo. Así que hay miles de robinwoods.

Uno de ellos es el que empezó a trabajar a los 11 años y recorrió todo Paraguay a través de la Ruta Transchaco. Otro es el que volvió a Buenos Aires con la intención de hacer una vida más normal a los 14 porque su madre se había casado. Después de un rápido divorcio maternal, el hijo volvió a encontrarse sin hogar y entonces tomó un micro de regreso a su país. Pasó varios años en la zona del Alto Paraná donde fue camionero en las selvas, lavacopas, camarero, descargador en el puerto y obrero.
Sobre todas las cosas, leía. Pero también quería dibujar las ideas que se aparecían en su mente como imágenes, así que finalmente volvió a Buenos Aires para ir a la Escuela de Bellas Artes. “Un día me decidí a hacer algo bueno por el arte y dejé de intentar dibujar”, dice y arroja entre risas: “Soy un sorete dibujando, la verdad”. Trabajaba en una fábrica, pasaba hambre y se dio cuenta de que no era bueno en lo que quería hacer, así que se terminó asociando con el
dibujante que podría poner en imágenes lo que él tenía en la mente. Con Lucho Olivera le dio vida a Nippur de Lagash y le redobló la apuesta a las aventuras imaginadas.
La historieta le permitió a Robin Wood ganarse la vida siendo lo que siempre en
realidad fue: el seannachie, el que cuenta los relatos. Así que publicó en la Argentina
para la Editorial Columba. Generaba tanto material que le pidieron que se inventara un
seudónimo y después otro y luego otro más para no copar los índices de las revistas. En
ese entonces entregaba, sin esfuerzo, entre 15 y 20 guiones semanales.

¿Cuántos seudónimos usaste?
–Muchísimos. Creo que usé como 12. Primero fui Mateo Fussari, que lo saqué de la sección de avisos fúnebres, pobre. Y después también fui Robert O’Neill, Noel Mc Leod, Roberto Monti, Joe Trigger, Rubén Amézaga, Cristina Rudlinger… Cada uno tenía su estilo, además, no te creas.

Casi todos suenan más verosímiles que tu nombre real…
–Sí, pero mi dulce venganza fue que, cuando los empecé a usar, comenzaron a bajar
las ventas porque la gente quería historias de Robin Wood, así que les terminé copando los índices de prepo.

¿Escribís algo más aparte de guiones?
–A mí nadie me enseñó a escribir historietas, aprendí solo. Es una virtud o un defecto que traigo de nacimiento, una falla anatómica mía. Cuando quiero descansar, escribo. Y cuando estoy aburrido, me junto con la humanidad. Me gusta la gente, lo que pasa es que no puedo vivir con ella. Además, he escrito muchos artículos cuando fui corresponsal en mi juventud del
diario El Territorio y escribo ensayos sobre cine, historia, análisis histórico... Pero sobre todo leo. Yo leo libros de todo tipo. Y si no tengo, leo la biblia. Y si no, leo la guía de teléfonos.

¿En qué idioma escribís?
–Yo hablo y escribo en muchos idiomas. Ahora que estoy publicando en Italia, escribo en italiano, pero puedo hacerlo en español, en danés, en inglés, francés…


Lo que escribe ahora es nada más ni nada menos que el regreso de Dago. Llamaron a Wood del teatro Regio di Parma, en Italia, para festejar las tres décadas de su héroe esclavo y le pidieron que hiciera una saga en la que también incluyera a Giuseppe Verdi. Los 500 años
que hay entre el personaje inventado por Wood y el compositor real no hicieron más que estimular al contador de cuentos. La historia va por la mitad de su trama y ya está publicada hasta la entrega 52: “Es la obra más hermosa que hice en mi vida. No simplemente porque esté
bien escrita, sino que es hermosa, toda bella.

Alberto Salinas, que ilustraba Dago, falleció en 2004. ¿Ahora quién lo dibuja?
–Ah, el dibujante de este proyecto es un demente, se llama Carlos Gómez. Es una cosa maravillosa lo que él hace. Sería injusto decir que es el más grande dibujante que he tenido, pero es un genio y trabajar con él es un placer.

¿Qué lo distingue de los otros?
–Yo no hago sólo el texto de mis historias, también me encargo de toda la guía de dibujo. Cuando ilustra Carlos Gómez me pasa algo extraordinario: el resultado es exacto a como estaba en mi mente. Él es el dibujante que yo hubiera querido ser.

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*Una versión de esta nota fue publicada en la revista El Guardián en agosto de 2012