miércoles, 29 de junio de 2011

Yo fui Bartender*

Nosotras, las chicas de clase media con padres intelectuales sin todos los recursos económicos que aparentan o desean tener, empezamos a trabajar temprano para poder pagarnos un viaje a Europa y los estudios académicos. A los 17 años las opciones laborales eran pocas, yo quería ser camarera y mi papá se opuso, así que terminé como promotor. Después de estar parada durante 12 meses en diversos supermercados ofreciendo degustar pavadas, finalmente cumplí 18 y, con el lema “ahora hago lo que quiero” tatuado en el alma, me fui corriendo a lo que creía mi paraíso: el entonces prometedor y mágico mundo de la gastronomía.
Bandeja en mano, fui la atenta mesera de diversos restaurantes lujosos, la cara bonita de empresas de catering y una abnegada servidora de café en sucuchos céntricos. Como además eran tiempos de recorrer los bares cuando salía a la noche con mis amigos los fines de semana, fue natural empezar a trabajar en uno. Como con el amor a promera vista, me enfrenté a una barra, me atrapó su funcionamiento y me dije: “Basta de comandas, lo mío es ser bartender”.
Entre mis 19 y 25 años atendí barras de todo tipo. Muy rockeras, re fashion, súper de moda y hasta casi olvidadas en un pueblito perdido de la isla española de Mallorca. Después me independicé de la gastronomía para, idealismos aparte, trabajar como periodista. Desde entonces sólo volví a los bares como clienta que sabe apreciar un Manhattan bien servido y valora que se cumplan los códigos de la buena gastronomía.
Este Yo fui bartender, para mí, es mucho más que un ejercicio periodístico de una vez, es mi pasado, parte de mi personalidad, y volver a pasarme del otro lado de la barra es tan aterrador como genial. Y acá estoy, en el coqueto Le Bar, lista para preparar los cocteles que me pidan y tratando de detener el aluvión de recuerdos laborales del pasado.
La última vez que hice esto, mi noche despedida de las barras, uno de esos clientes habituales con los que se charla con confianza, pero nunca lo viste ni lo verás fuera del bar, me llenó el propinero con poemas. Sus versos eran tan porno que no me dieron risa. “Reconoceme que no te miento con lo del amor y soy sincero. Dame tu teléfono”, me dijo después de que leí la saga de 16 postales gratis llenas de rimas en formato de soneto, aforismos breves y hasta canciones. Por ejemplo, una estrofa de un tango, decía (Sic): “Muy de blanco y de yaqué/ con Dani yo me casé/ y la sorpresa apareció/ cuando vi que no era un ángel/ al disc jockey se transó,/ en el baño le dio al mozo/ y al patova que era grosso”.
Acá, en Le Bar, a dónde vine por una noche como bartender invitada, el propinero está lleno de billetes de verdad y algunos hasta son dólares. Todavía es temprano y Leandro, mi anfitrión, me dice que es hora de preparar la barra. Chequeamos que las botellas estén llenas, que haya stock de todo, cargamos la hielera, limpiamos la cafetera, ponemos servilletas, ordenamos los vasos y copas.
Es una tarea detallista, obsesiva, casi como de serial killer. Todo tiene que estar pulcro, impecable, bien dispuesto y a mano para que después, en el fragor de la noche, no falte nada ni se pierda tiempo. La atención al cliente es igual de importante que la calidad de los tragos.
En mi primera barra yo no sabía todo eso, porque aprendí trabajando, sobre la marcha, y llegué a tener tanto caos que una noche que el bar estaba repleto y no paraban de salir tragos, sufrí algo bastante parecido a un mini brote psicótico. De verdad.
Era un verano intenso y la cercanía con la cocina mantenía mi lado de la barra bastante caldeado. Me pidieron un Tom Collins (gin, almíbar, jugo de limón y soda) y yo creí que se hacía en la coctelera. ¿Alguna vez sacudieron como locos un recipiente repleto de agua gasificada? Bueno, fue un cóctel explosivo. Literal. Después de servirlos empapada y pegoteada, chapoteé en mi puesto de trabajo hasta una camarera malhumorada que reclamaba su pedido mientras el cajero me reclamaba algo de una comanda.
Desde la cocina salía más calor y entonces, en medio de todo eso, mientras yo le rezaba a un dios imaginario para que me creciera un tercer brazo, una chica me pidió un café. Todo se detuvo por un segundo. Miré en cámara lenta la cafetera y su vapor amenazante. A mi alrededor, oía en distorsión la frase “un-cor-ta-do-por-fa-vor” y distintos nombres de tragos que la seguía arrojándome, todos querían todo “ya mismo” y entonces me quebré. Dije “si querés cafeína tomá coca cola”, dejé rodar una lata sobre la barra, intenté irme corriendo pero me enredé con los cordones de mis zapatillas, me caí al piso y me puse a llorar desconsoladamente.
Desde esa noche en adelante fui como un maestro zen. Nunca volví a encarar una jornada de trabajo con mi barra en desorden y aprendí con pericia la receta de todos los tragos de las cartas en donde trabajé. Ahora, como bartender invitada, sigo el método de organización de Leandro, que es diferente al mío, pero me adapto por cortesía. Empiezan a llegar algunos clientes. Son los que salen de trabajar en oficinas céntricas, extranjeros que paran en hostels de la zona y parejas con aire cosmopolita. Momento: me piden una cerveza. La tiro prolijita, con tres centímetros de espuma.
Ahora, un muchacho francés quiere un JB con hielo y sirvo los ocho tiempos sin medidor. Antes, en mis inicios, un jefe de barra que me crió en la buena atención me contó que un whisky son ocho mississippis. Se cuenta “un mississippi, dos mississippis…” hasta ocho et voilà: es como un medidor y la yapa incluida.
Acaba de entrar una pareja. Se acercan a la barra con aire decidido. Quieren un Lola (tequila, menta fresca y cranberry), que es una receta especial de Le Bar. Se lo piden Leandro. Lo conocen. Charlan. Le dicen: “Sos nuestro barman favorito”.
Yo no soy barman. Yo fui (soy) bartender. Tampoco soy barmaid (como se dice en Inglaterra) ni barwoman (término horrible que no existe) y menos aún la chica de la barra. Elijo el término “bartender” (un genérico para hombres y mujeres por igual) porque siempre me pareció el más acertado y ahora, hace ya un tiempo, es el que se usa en casi todos lados. Siempre me molestó ese masculino para una profesión que puede ser, hilando fino, bastante femenina. Piensen: La alquimia, la mezcla y la intuición a la hora de inventar un trago son más nuestras que de ellos. Y la paciencia que hay que tener a veces con los clientes es casi maternal. Yo he sacado llaves de autos a borrachos y llamado taxis incontables veces.
En Buenos Aires, de hecho, uno de los referentes a la hora de la coctelería es Inés de los Santos. Ella fue, durante mi carrera gastronómica, mi norte inalcanzable. Igual que yo, también comenzó como camarera hasta que tuvo la chance de meterse detrás de una barra. Tenemos la misma edad y aunque recorrimos un camino similar, en vez de colapsar una noche en llanto y seguir a los tumbos para terminar abandonando la profesión, ella hizo una gran carrera.
Miles de veces bebí sus cocteles y me senté en sus barras, pero nunca le dije que la admiraba ni me atreví a considerarme su colega. La seguí a lo largo de su paso por el Gran Bar Danzón, Radioset y Casa Cruz sin decir ni mú. Actualmente, se dedica a la consultoría de bares y restaurantes acá y en el exterior, se encarga de capacitaciones y asesoramientos para distintas marcas, suele ser jurado en concursos nacionales e internacionales y cada tanto dicta unos cursos que no me animo a tomar porque ya es tarde para mí. Lo que sí, hace dos años compré su libro, Barras / Bares de Buenos Aires (Planeta), y es mi biblia etílica desde entonces.
Pero bueno, controversias etimológicas aparte, quiero decir para terminar con el tema que a Inés también le gusta que le digan bartender, que es una de las más grossas de Latinoamérica y que ya mismo tengo que ir a buscar las frutillas porque Leandro se puso a pelar y cortar los ananás y todo tiene que estar listo antes de que se largue la noche.
Nunca me gustó exprimir naranjas porque suelen arderme los pellejitos de los dedos, así que esta vuelta, ya que soy invitada en la barra y puedo decir “eso no quiero hacerlo”, esquivo la tarea y me pongo a cortar duraznos, me como algún que otro pedazo y le rindo mi homenaje a las botellas, hermosas y coloridas. Les paso un trapo húmedo y las dejo ordenadas por tipo de bebida y con las etiquetas mirando al frente. Me siento orgullosa. Está todo precioso.
Uno de los bares más impecables que vi en mi vida es el Chabrés, paraíso de los que saben apreciar un buen trago y la ceremonia de la alta coctelería. Casi no tiene salón, porque la estrella es la barra, que ocupa casi todo el local ubicada en el centro y rodeada de banquetas de altura perfecta con ganchos a un costado para colgar el saco o el maletín.
Ahí, en el centro del centro, está otro de mis ídolos de la coctelería. Oscar Chabrés, el dueño, es un bartender como los de las películas de la época de oro, peinado a la gomina y siempre de smoking. Trata a cada cliente como si lo conociera desde siempre, pero con la esperable distancia de respeto por la intimidad. Prepara cada trago con una calidad nockeadora y, si uno tiene ganas de saber más, siempre está dispuesto compartir su conocimiento de un modo didáctico y entretenido.
Oscar es discípulo de uno de los grandes maestros de la coctelería argentina, Eugenio Gallo, estrella de concursos internaciones en la década del ’60. Trabajó en el Plaza, el Teatro Colón, varias embajadas y el Club Alemán hasta que llegó a la barra del Hotel Claridge, donde se hizo mito a lo largo de 20 años. Ahora, desde hace tres años tiene su propio bar y es mentor de gran parte de al menos dos generaciones de bartenders. Yo no pertenezco a esa elite, pero me permito sentirme una pariente lejana.
Cuando empecé a trabajar en barras, hace más o menos quince años, era el momento de auge de los chefs, que estaban de moda y eran la atracción central. Cuando dejé la gastronomía, los nuevos niños mimados de la escena eran los sommeliers. Ahora, desde hace ya un tiempo largo, es indiscutible que las estrellas del mundo gastronómico son los bartenders.
Igual, tanto antes como ahora, en la barra siempre se gana. Todos quieren algo de vos. El chico que ni te mira si se sienta en la banqueta de al lado tuyo cuando sos cliente, se convierte en tu fan número uno si sos la que prepara los tragos. Es así, pasa ocho de cada diez. Es un promedio prometedor.
Así que volver a estar de este lado de la barra es casi como ser una estrella de rock. Recuerdo la sensación y me siento más linda que de costumbre mientras paso un trapo rejilla por la cafetera y compruebo que mi pelo está más brillante que nunca en el reflejo de un balde de champán. Miro a los ojos a cada cliente con una seguridad de la que normalmente carezco cuando estoy “de civil” y me voy convenciendo de que hoy, ahora, por un par de horas mientras esté en Le Bar, soy una diva de los cocteles.
Igual, también sé, todos los colegas gastronómicos lo saben, que este es un poder divino y embriagador que hay que saber regular. Es importante andar con cuidado porque los fans se transforman fácilmente en acosadores y nadie quiere tener un Mark David Chapman acechando por ahí. A mi tercera barra, cuando ya sabía preparar de memoria cualquier trago y no lloraba por estrés, venía un personaje que puso a prueba toda mi amabilidad.
Michel siempre tenía puesto un poncho oloroso, llevaba colgando del cuello una bolsita de alcanfor y usaba antiparras adornadas con plumas arrancadas de un plumero. Debajo de toda esa apariencia se sospechaba un chico guapo y el rumor aseguraba que era un millonario excéntrico.
Él me idolatraba, se quedaba extasiado mirándome licuar daiquiris o papar moscas en los tiempos muertos y siempre me dejaba unas propinas astronómicas. Además, era muy amable y yo me sentía como obligada, de alguna forma, a devolverle la cortesía. Pero toda mi buena intención se rompía en pedazos al despedirnos, porque él insistía en saludarme con un beso. Cada día yo veía cómo se acercaba a mi cara con su barba larga hasta la mitad del pecho y repleta de miguitas y comida fosilizada desde tiempos inmemoriales. Yo intentaba poner la mejilla, pero siempre, a último momento, me ganaba la fobia y me escapaba. Era angustiante. Con él, a la fuerza, comencé a aprender la técnica de la cortés distancia.
Todavía no tengo que preocuparme por hablar mucho con nadie acá en Le Bar porque la noche no termina de empezar y hay poca gente. A esta hora temprana, además, nadie pide tragos y me está empezando a agarrar una pequeña ansiedad. Tengo ganas de ponerme a sacudir la coctelera.
Alto. No, no hago trucos como Tom Cruise en Cóctel ni bailo en mini short sobre la barra a lo Coyote Ugly. Yo soy una bartender clásica, en el sentido literal del término: me gusta beber, tengo un trago al que me apego, pero cuando le sirvo a otros me fijo que todo esté perfecto y no falte ni demore nada aunque haga cada tanto un impás para degustar mi whisky (preferentemente Jamesons, sin hielo, y con apenas un chorro de agua en vaso pequeño). Al final de la jornada y con el bar vacío, antes de irme a casa, me prometo un delicioso y perfecto Manhattan. O dos.

-º-
*Una versión de esta nota fue publicada en la revista El Guardián en mayo de 2011.