miércoles, 21 de septiembre de 2011

Yo fui tatuadora*

Yo no le había clavado nunca la aguja a otra persona. Habíamos practicado con mi amigo Martín Colombo, cuando éramos chicos y buscábamos un destino, sobre naranjas, pollos y hasta una cabeza de chancho. Ahora él es un gran tatuador, dueño de Buffalo Tatoo, un exitoso local en Colonia, Uruguay, y yo… Bueno, claramente me dediqué a otra cosa.
La sensación de ilustrar un cuerpo es muy intensa y la adrenalina de las primeras veces que se clava la aguja, sea en una naranja o en tu propio tobillo, queda registrada para siempre en los músculos de la mano que sostiene la máquina y los del pie que apreta el pedal para prenderla. Ahora otra vez estoy -con mis tatuajes buenos, los arreglados y los todavía horribles- por meterme en la experiencia obsesiva, artística, un poco sádica y también perfeccionista de ilustrar cuerpos. De verdad no sé cómo agarrar la máquina, ya no tengo registro del modo en que se sostiene y me pongo nerviosa. Es tan bella, frágil y precisa, que tengo un poco de temor. No quiero romper nada.
Para tatuar a otros tenés que tatuarte vos. No existe la posibilidad de ilustrar permanentemente a alguien si no tenés tu propia herida de tinta cicatrizada en la piel. El mundo y la liturgia del tatuaje tiene un encanto particular y entrar ahí es un camino de ida. Abris la puerta con un dibujito pequeño que te hacés y es más fácil seguir que parar. Como con cualquier otro vicio.
“¿Este quién te lo hizo?”, me pregunta mirando el pez esqueleto de mi hombro Nacho Gonzalez, dueño de Tattoo or Die y también mi anfitrión en esta experiencia extrema de clavarle una aguja embebida de tinta a alguien que no sea yo. El local es limpio, luminoso, prolijo y tiene una ventana por la que se asoman los curiosos que pasan por la calle para espiar qué está pasando.
Mientras lo observo preparar el área de trabajo con la meticulosidad de un cirujano, le cuento que mi tatuaje lo hizo Lorenzo Luis Lorenzo y que es un diseño de Mariana García. Nacho los conoce. En realidad todos los tatuadores se conocen. Al menos de referencia. Y además son muy respetuosos con “la firma”. Se acerca a mirar mi pez con ojo profesional y pregunta con certeza: “¿Qué tenías abajo?”.
-¿Cómo sabés que es un cover up?
-No se nota en la calidad del tatuaje, está perfecto. Pero hay muchas minitas que se hicieron pelotudeces en el hombro y en general, si tienen un tatuaje ahí, es que se taparon algo. ¿Era un duende o una mariposa?- se atreve a adivinar y me molesta un poco, pero también me divierte, reconocer que tiene razón en todo.
-Un duende, horrible y mal hecho.
-¿Querés que te dibuje algo, ya que estamos armando?- me ofrece y estoy tentada de decir que sí, que necesito tapar, arreglar, otro error de juventud que aún tengo en el tobillo izquierdo pero hoy vine a tatuar a otros.
Con el mismo esfuerzo con el que le diría que no a una torta de chocolate para no engordar, me niego al tatuaje para no tener que seguir viendo después si me arrepiento o no. Además, aunque me encanta en los demás, no quiero ilustrarme una pierna completa. Tengo que quedarme del lado del detalle, me digo, me esfuerzo y logro negarme a la oferta.
Mi tobillo izquierdo tiene un pulpo espantoso que dibujé yo y que está tatuado con un trazo carcelario inexperto de Martín con un color que quiso ser negro y rápidamente se transformó en azul. Pienso en taparlo con algo como un pez oriental y flores, pero no sé. No sé. Realmente va a quedar grande y dilato el momento. Para tapar un trabajo con otro, hay que adaptar las posibilidades a la tonalidad que va a tener la piel en la superposición de dibujos.
Cuando planeamos cómo tapar el duende con mi pez, Mariana hizo un plano del tatuaje con un lápiz especial y con esa forma como base condicionante, realizó el nuevo diseño. Parece fácil, pero es un trabajo meticuloso y puntual. En general se trata de no agrandar mucho la superficie original y por eso lleva tiempo y estudio. “Cada caso es único”, me dijo Lorenzo cuando finalmente me acosté en su camilla para que me tatuara el pez esqueleto.

Mujeres ilustradas
Llega Luna, que es la verdadera aprendiz en Tattoo or Die, y la valiente muchacha que va a prestarme su piel para colorear. Tiene un look un poco pin-up, pero bien argenta. “Min-up, de minita”, dice Nacho y pide que le hagamos mate mientras termina de preparar el lugar para comenzar.
Pongo a calentar agua mientras ellos me explican que en la zona de trabajo es aséptica. Todo está desinfectado, nuevo, limpio. La máquina para hacer tatuajes es un instrumento eléctrico de mano parecido a una súper inyección o torno de dentista, pero con forma de pistola. En un extremo tiene una aguja esterilizada, conectada a los tubos en donde se carga la tinta. Para encenderla se usa un pedal que hace mover la aguja hacia adentro y afuera a toda velocidad. Me muero de ganas de agarrarla.
Buscamos los colores que vamos a necesitar, tonalidades de rosa y ocres. Mientras yo pongo la yerba en el mate, los verdaderos tatuadores llenan los mini recipientes de pintura. Luna se trepa a la camilla, extiende su pierna y Nacho decreta: “Ahora yo cebo y te vigilo, vos sentate y trabajá”.
Me lavo las manos meticulosamente y me pongo los guantes quirúrgicos. La pierna de Luna está limpia y desinfectada, tiene un dibujo japonés que hay que colorear. Voy a pintar una de las hojas de loto del lago en el que hay un sapo, piedras y una inscripción que llama a la armonía. Estoy sosteniendo la hermosa máquina infernal para tatuar y siento cómo la adrenalina me recorre el cuerpo. La aguja está dentro del pote de fucsia, tengo que apretar el pedal para recoger pintura, pero quedo congelada. Recostada en la camilla, mate en mano, Luna se ríe de mí: “Dale, carga la aguja, no tengas miedo, jajajá”.
Creo que sobreestimé mi experiencia pasada y en realidad, viendo a los profesionales de verdad, me doy cuenta que no tengo ni la más mínima idea de lo que voy a hacer. Es mucha responsabilidad. Un tatuaje es una herida punzante en las capas profundas de la piel que se llena con tinta. Hay que calar hondo, pasar la epidermis y llegar a la dermis, aproximadamente tres milímetros debajo de la piel. Hacerlo de verdad no es lo mismo que decir que uno lo va a hacer. Es el cuerpo de otro y se lo voy a marcar.
Los artistas que realizan tatuajes saben con precisión cuál es la profundidad exacta hasta donde se lleva la aguja. Si es muy superficial, el tatuaje queda borroso y si se llega muy hondo, el otro puede sangrar demás y sentir mucho dolor. No es moco de pavo y creo que no estoy lista para ser tatuadora de verdad.
Luna me arenga y Nacho me da dos o tres consejos prácticos, pero yo sigo inmóvil. Cuando tenía 17 años y empezamos a practicar con Martín, de verdad me creí la posibilidad de dedicarme a esto, pero nunca llegué ni a comprarme el kit de tatuadora propio y en realidad, hasta hoy, todo había sido más un recuerdo pintoresco de mi pasado que otra cosa. Confieso que me atrapa una suerte de fantasía cuando veo en la tele el programa de Kat Von D (la tatuadora celebrity del primer mundo) y me imagino las vidas posibles que podría tener, pero nunca había llegado tan lejos como hoy.
Mi problema es que tengo la data suficiente como para ser consciente de mi responsabilidad. ¿Y si tiro la pintura al piso o le escracho mal la pierna a esta chica? Los escenarios fatales son demasiados y no puedo moverme. Hay que dominar el pulso, planear la calidad de la línea y, sobre todo, lograr que la máquina no salga disparada para cualquier lado y termine haciéndole un mamarracho a Luna.
Eso lo sé con certeza porque con Martín practicamos un montón, pero fue hace mucho tiempo. Tatuamos naranjas durante miles de noches. Escuchábamos Sumo y les escribíamos “Hello Frank”. Después empezamos a hacerles caritas contentas, tristes, enojadas y terminamos teniendo un público cítrico estable de una docena por jornada.
Cuando nos sentimos listos para algo más, Martín averiguó que la piel de chancho era lo mejor, porque se parece bastante a la humana, y también por la dureza, que nos iba a ayudar a mantener el trazo. Supimos de unos mellizos que tenían un campo y practicaban en un cerdo vivo. El mito asegura que le hicieron unas medias sexys con portaligas en los jamones. Pero nosotros no íbamos a hacer semejante animalada, así que nos abocamos a recorrer carnicerías pidiendo cabezas.
Conseguimos una. Probamos todos los colores de tintas en una tarde y yo le hice un arco iris en la oreja. Parecía una versión zombie cerda de Mi Pequeño Pony. La guardamos en el congelador como recuerdo emotivo, pero la mamá de Martín dejó toda su modernidad atrás una madrugada cuando la encontró mientras buscaba hielo. Tuvimos que tirarla y costaba conseguir más. Estábamos en una encrucijada: ni locos queríamos volver a las naranjas y aun no nos sentíamos listos para empezar con nuestros cuerpos.
Martin, investigador paciente y tenaz, encontró la solución. Trajo dos pollos grandotes que dibujamos apasionadamente hasta dejarlos repletos de colores, inscripciones y hasta un intento de la cara de Maradona en una de las pechugas. Después los metimos al horno con papas y mientras cenábamos esa carne ilustrada ya nos sentimos un poco tatuadores. Entonces sí, empezamos a pensar en cuerpos vivos.
Martín comandaba la aventura y decidió tatuarse a sí mismo, pero sin tinta. No había resultado visual, pero daba práctica. Me sumé a eso y cuando nos cicatrizaban las heridas de las agujas, nos hacíamos otro tatuaje invisible. Después, un día, él puso tinta y se hizo un símbolo Maya en la pantorrilla. Yo no me animé, pero él seguía avanzando. Me dejaba atrás en la aventura y cuando me dijo que era hora de tatuar a otros, era fija que yo le tenía que prestar alguna parte de mi cuerpo. Todavía tengo de souvenir este pulpo que se suponía que íbamos a arreglar cuando fueramos grandes tatuadores. Martín se fue a vivir, con su talento y agujas, lejos de Buenos Aires y yo quedé con el testimonio desafortunado de nuestra juventud en el tobillo.
Luna, acostada en la camilla frente a mí, muestra el mismo arrojo que yo tuve cuando me hice cada una de las porquerías que después fui pidiendo que me arreglen. Soy plenamente consciente de que puedo arruinar todo, así que trato de hacer las cosas lo mejor posible. Les quiero contar que el ruido de la máquina cuando se prende es parecido al de una mosca que molesta en la siesta y vibra en la mano, pero no hace cosquillas.

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*Una versión de esta nota fue publicada en la revista El Guardián en agosto de 2011.





lunes, 8 de agosto de 2011

En mi Revolution Love personal, hoy: Hypeando la poesía*

Actualmente hay más de 20 ciclos dedicados a leer poesía. Desde instituciones como el Centro Cultural España hasta el living de la casa de un escritor pueden ser los ámbitos donde se aglutina un público que escucha recitar.

Es una tertulia en un bar, un centro cultural, el living de una casa, un teatro. Suele haber una ley tácita de puntualidad atrasada exactamente una hora. La gente se encuentra, conversa, toma algo y se acomoda. El público, en silencio respetuoso por un lado y por otro los poetas, con sus hojas. Cada uno lee cerca de 15 minutos. Algunos son locuaces y otros muy tímidos. El público aplaude al final y toca una banda o hay organizada una charla, un debate. Si el lugar lo permite se come, se bebe. Es un evento social y cultural.
Sólo en Buenos Aires hay más de 20 grupos que organizan lecturas de poesía con autores jóvenes, inéditos, editados y/o consagrados. Se llenan. Hace frío, igual va gente. Llueve a cántaros, hay público. Se juega un partido importante, es noche de semana, todas las veces están los dispuestos a compartir la velada. Hay energía, hay ganas. Hay gente dispuesta.
Pensar en un ciclo de lecturas de poesía puede parecer cursi. O aburrido. O estirado. O demasiado académico. O todo eso junto. Pero no. La poesía es joven, más allá de la edad que termine teniendo el que la escriba. Y hoy vive con los códigos actuales. Con música, con ambiente, con estética, con Internet, con compromiso social. El circuito poético está vivo.
Mariano Blatt, uno de los más convocantes poetas jóvenes, dice: “Celebro que la poesía reúna gente. No conozco cosa más linda que el encuentro. Aunque pueda sonar un poco trivial, creo que juega una parte importante el hecho de que, en su gran mayoría, son gratis. No es chiste, más si tenemos en cuenta que es prácticamente imposible permanecer en cómodo en un lugar techado donde no te estén preguntando qué va a tomar”. Lucas Oliveira, dueño de la Funesiana, “la tercera editorial más chica de Latinoamérica” y arengador cultural, cuenta: “Escuchás poesía sin intermediarios, sin malas traducciones, de autores que están a un paso de distancia, a un ‘hola’ de explicarte por qué escribieron lo que escribieron”.
El “boom” estalló a mediados de los 90 por la aparición de revistas y colectivos que reinventaron la performance. La poesía dejó de ser un asunto puramente verbal para cruzarse con otras disciplinas. Marina Mariasch, poeta y es editora de la pionera Editorial Siesta, concuerda con el escritor Juan Diego Incardona, también organizador hace ya tres años del ciclo “Pueden venir cuantos quieran” en el Espacio Cultural Nuestros Hijos (ECuNHi), de las Madres de Plaza de Mayo (Libertador 8465), en que lo que ayuda es Internet.
Incardona asegura: “El circuito más under ha crecido mucho debido a Internet, porque permite la difusión masiva y rápida”. Mariasch, lo desglosa más detalladamente: “Con las redes sociales pasa que te enteras mucho y te sentís parte del fenómeno porque te llega el flyer o ves después las fotos. Y a la vez aparece más la necesidad de confrontar, poner el cuerpo y salir de la computadora. Hay como una efervescencia. En los 90 había un solo ciclo institucional, mensual, “La voz del erizo”, que se hacía el último viernes de cada mes en el Rojas. Era enorme y se combinaban consagrados con nuevos. Después apareció “Maldita ginebra”, de Héctor Urruspuru, que todavía sigue, “Yacaré cumbiao” y no mucho más. En 2000 de pronto aparecieron un montón y después se apagó bastante todo. Y ahora hay de nuevo gente con ganas de escuchar poesía”.
Cada vez más editoriales independientes sacan plaquetas y recientemente Mansalva reeditó Puctum, un libro de poesía de Martín Gambarotta que es uno de los puntos bisagra de los 90 y la base en donde se asienta o sobre la que discute la poesía más actual. Los ciclos que combinan poesía y música proliferan en todos los rincones de Buenos Aires.
Están los “Mártes de poesía y música”, que organiza el periodista Martín Pérez hace ya dos años en el Centro Cultural de España (Florida 943) los primeros martes de cada mes en donde se juntan un poeta y un músico a combinar géneros. Pasaron por ahí duplas como Leo García y Fernando Noy, Pablo Dacal y Fernanda Laguna, Rosario Bléfari y Beatriz Vignoli o Ariel Minimal y Fabián Casas, que no suele participar de nada, pero hizo la excepción y dice: “Creo que las lecturas fueron juntando un público emergente y original. Son como los potreros para el fútbol, de ahí salen los mejores jugadores”.
Entre los primeros ciclos de esta nueva era están las lecturas -en donde además de poesía se suele leer narrativa- organizadas por el Grupo Alejandría y las de “Carne Argentina” (en el Bar de La Tribu, Lambaré 873). Este último lo llevan adelante desde 2006 Julián López, Selva Almada y Alejandra Zina, que cuentan: “La seguimos pasando bien después de tantos años y a la gente parece gustarle el rito de ir cada tanto a conocer nuevos escritores y ver más de cerca a los que ya conoce”.
Otro ciclo de gran tamaño es “Más poesía menos policía”, que se hace cada dos meses en distintos lugares como el living de la casa de uno de los organizadores, centros culturales, bares y hasta se fue de viaje a Rosario. “El objetivo es darle fuerza a la voz poética, sin encasillamientos, de grupos o tradiciones, sin dejar de lado a nadie”, dice el joven Nicolás Castro, una de las patas de este proyecto que llegó a contar con un público de más de 100 personas la única vez que cobró entrada.
En la otra punta del arco, como directores técnicos de una nueva generación, Horacio Fiebelkorn y Juan Desiderio conformaron el año pasado “El Combo Belga”, un grupo junto a Mario Arteca y Rodolfo Edwards que va girando por diversos bares y centros culturales porteños, platenses y rosarinos con invitados rotativos más nóveles.
“Como no vamos a inventar una nueva revista o sello editorial, decidimos hacer lo que nos divierte, lo que siempre nos gustó, que es andar por ahí leyendo poemas”, dice Fiebelkorn, uno de los fundadores, junto a Edwards, Washington Cucurto y Martín Carmona, de la mítica revista La novia de Tyson a fines de los 90.
Todo el año pasado, Mariasch, junto a sus colegas Cecilia Pavón y Noe Vera abrían los domingos las puertas de sus casas para leer poemas a quien quiera oírlos en el ciclo de poesía domiciliaria “En qué estás pensando?” “¡Qué viva la poesía!” es un evento nuevo que se hace algunos jueves en el bar Rodney, frente al cementerio de la Chacarita. También está el “Festité”, unas coquetas meriendas domingueras en Casa Pavón (info por mail a festite@gmail.com). Un miércoles por mes se puede ir a “No lo Intenten en sus casas”, en el Club Cultural Matienzo (Tte. B. Matienzo 2424). Están “Los Domingos Suicidas”, en Casa Cilc (info por mail a arockearla@gmail.com) y el Pacha Mama, una casa cultural con ubicación secreta en donde suceden unas antológicas veladas de micrófono abierto. Y siguen las firmas.
Desde 2004 existe el Festival Latinoamericano de poesía “Salida al mar”, que comenzó de casualidad para aprovechar la presencia en Buenos Aires de un grupo poetas peruanas. Casi espontáneamente, se sumaron al evento brasileños, uruguayos y chilenos que viajaron por sus propios medios. Fue una idea que nació en una mesa de bar de la que terminaron haciéndose cargo Cucurto, Cristian De Nápoli, Timo Berger y Elizabeth Neira que alterna la autogestión con el apoyo de instituciones como el Goethe Institut, el Centro Parque España de la ciudad de Rosario o la Biblioteca Nacional.
En 2006, en el marco de la Feria del Libro, comenzó el “Festival Internacional de Poesía de Buenos Aires”, a donde se puede escuchar a distintas voces. Entre el 21 y el 26 de septiembre se va a llevar adelante el “XIX Festival Internacional de Poesía de Rosario”, organizado por el Ministerio de Innovación y Cultura de la Provincia de Santa Fe. Y también está la F.L.I.A. (feria del libro independiente autogestiva), que es un espacio alternativo, un encuentro sin sponsors, ni marcas que se replica en distintas ciudades de Buenos Aires, provincias del interior del país y llegó hasta Colombia.
Edwards forma parte desde hace tres años del comité de organización del “Festival de Poesía en el Centro” que se hace en el Centro Cultural de la Cooperación donde hay mesas de lectura y mesas de debate. Mientras prepara su sexto libro, The Real Poncho, sigue leyendo en vivo cada vez que puede: “Desde el primer día que me paré ante un público comprendí que la poesía es algo para decir en voz alta. Yo escribo para comunicarme, si no lo hiciese así, me quedaría en mi casa, mirándome en el monitor”.
Edwards recuerda un ciclo que armó con Urruspuru en un sótano de San Telmo en 1996: “Hubo perfos inolvidables. Un día Cucurto peleó unos rounds con una boxeadora profesional, la mina lo sopapeó de lo lindo y después todos leímos sobre el ring”. Porque la poesía sucede. Ahora, Incardona cuenta: “Siempre le pido a Ale Raymond, que hace lo suyo en el Pacha, su poema Galletita de agua, que es genial, porque hace toda la mímica de hablarle a una galletita. Y en el final, encantador, dice: ‘¿Dónde estás, agua de la galletita?’”. Porque la poesía no para de estar pasando.


Recuadro:
Existen varios lugares en donde el público puede saber, tácitamente, que es posible encontrar una lectura de poesía. Librerías como Eterna Cadencia (Honduras 5574) o la más pequeña y Otra Lluvia (Bulnes 640). También está Casa Brandon, un colectivo cultural con sede en Villa Crespo, y hay Centros culturales secretos, como el Pacha Mama o La Usina cultural del Sur en Almagro, que hace poco fue clausurada por el gobierno de la Ciudad. Florencia Minici, una de las dueñas, cuenta cómo lograr lo imposible.
-¿Qué es exactamente La Usina?
-Es un espacio amplio en el que participan artistas y vecinos. Concebimos la idea de un centro cultural como un lugar de encuentro barrial, de creación de lazos y completamente alejado de cualquier lógica mercantilista. Hay talleres de todo tipo, muestras, apoyo escolar, lecturas de poesía…
-¿Cuánto tiempo fue la clausura?
-Un mes entero, lo cual nos dejó en pésimas condiciones y con una multa impagable de 13.500 pesos. No tenemos la habilitación de centro cultural porque no existe.
-¿Y cómo se hace para tener entonces un Centro Cultural?
- Hay que tener mucha plata. O disfrazarlo y poner un bar, para habilitarlo así. O ser semi clandestino, poniendo en riesgo la visibilidad de lo que hacés.
-¿Y cómo hacen para seguir?
-No existe ningún tipo de fomento estatal ni de reconocimiento para los centros culturales por parte del estado. En este sentido, el año pasado confirmamos MECA (Movimiento de Espacios Culturales y Artísticos de la Ciudad) con muchos otros, para pelear por el reconocimiento y la concertación de los centros culturales y sociales. Fernanda Laguna, Roberto Jacoby, Lisa Kerner, y otros habían empezado a debatir un proyecto de ley de Centros Culturales en el 2005 porque vieron la misma problemática. No lo sabíamos y nos llena de aliento haberlo retomado.

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*Una versión de esta nota fue publicada en la revista El Guardián en agosto de 2011.






viernes, 29 de julio de 2011

La historia de cuatro amigas que se conocieron en el infierno: Un largo camino a casa*

Lograron lo que parecía imposible: hacer un tratamiento y salir del oscuro encierro de la tristemente célebre Colonia Montes de Oca. Alquilaron una vivienda iluminada en las afueras de Luján, donde viven y sueñan con un futuro mejor.

Suena romántico, y lo es. Después de mucho tiempo internadas, cuatro mujeres salen del neuropsiquiátrico y se alquilan una casa juntas. La pagan con sus propios ingresos. El lugar es chiquito, modesto, y lo mantienen pulcro, acogedor. Sus historias son muy diferentes, pero ellas tienen un lazo que las ata fuerte entre sí: se conocieron en el peor de sus momentos y se acompañaron en el proceso de recuperación. Son amigas, compañeras, cómplices. “Como una familia”, dicen.

Lo que hasta hace poco era, literalmente, una condena de por vida hoy puede ser la posibilidad de una mejora. Esa es la idea de algunos profesionales y entendidos en el tema en todo el mundo y, ahora, en la Argentina también. La Ley N° 26657 de Salud Mental que fue sancionada el 25 de noviembre de 2010 le pone marco a una situación que hace rato se venía palpitando desde sectores que ven la internación indefinida como un problema a sortear porque entienden que eso es el pasado. Entonces, buscan un cambio. Y lo hacen posible. Contra viento y marea.
La Colonia Nacional Dr. Manuel A. Montes de Oca es trágicamente célebre. Primero por haber sido el escenario de la desaparición y supuesta muerte de la doctora Cecilia Giubileo el 16 de junio de 1985 y también, a la vez y después, por la denuncia y sospecha de haber mantenido a sus pacientes viviendo en condiciones infrahumanas. Se dijo mucho. Que era un centro de tráfico de personas para la venta ilegal de órganos. Que el responsable de la macabra situación era el entonces director, el doctor Florencio Sánchez, quien murió poco después en prisión proclamando su inocencia.
Lo cierto, actualmente, es que nunca se supo verdaderamente qué sucedió durante esos años oscuros. Pasaron incontable cantidad de interventores desde entonces y ninguno hizo especialmente nada, ni bueno ni malo, que volviera a poner a la colonia en la lupa de la opinión pública. Hasta hoy. Teniendo en cuenta todo el historial, no sólo es noble, si no también heroico, el motivo por el cual Montes de Oca ahora llama la atención.
En 2004 tomó las riendas del lugar el licenciado Jorge Rossetto y comenzó un lento y efectivo proceso de mejoras desde todos los ángulos. Ante todo, la desmanicomialización, que implica no sólo la reinserción en la sociedad de muchos de los que estaban condenados a pasar la vida en una institución mental aunque estén aptos para salir, sino también la mejora de las condiciones para los que sí tienen que quedarse. De 961 camas ocupadas, en ese momento, llegaron a las 661 actuales. Y pronto van a ser 657 porque cuatro nuevas pacientes están por mudarse en estos días a una residencia externa de transición, antes del alta definitiva.

La vida no es una novela
Al decir “desmanicomialización”, lo primero que le puede llegar a venir a la cabeza al lector es aquella serie producida por Pol-ka, Locas de amor, que canal 13 trasmitió entre abril y diciembre de 2004 y que se inspiró en este proceso emprendido desde la colonia. Pacientes que controlan su patología y están aptos para reinsertarse en la sociedad, vuelven a sus casas familiares y, si no las tienen, la institución encuentra la forma de colaborar en el armado de su proyecto de vida independiente.
En la tele, Leticia Brédice, Julieta Díaz y Soledad Villamil eran Simona, Juana y Eva, tres chicas de distintos segmentos de la clase media que, acompañadas por su terapeuta, interpretado por Diego Peretti, intentaban vivir solas. Fuera del neuropsiquiátrico. Toda una aventura.
Les iba bien y mal. Sus familias estaban a favor y en contra. Las patologías que padecían se evidenciaban más en su forma de vestir, encantadoramente vintage, que en angustias o trabas reales a superar. Lindas, jóvenes, saludables, atravesaban las idas y vueltas del guión, que las mostraba como una simpática curiosidad. Finalmente encontraban la “cura” en el amor o el cariño de un otro. Final feliz, un par de premios Martín Fierro y a otra cosa mariposa.
La vida real es un poco más cruda. La psicosis se sobrelleva y mantiene controlada en los mejores casos, pero no se cura. Estar bien, ser productivo, es un trabajo diario que implica, entre muchas otras cosas, una medicación acertada y su correcta administración. Además, después de mucho de tiempo de vivir en una institución, hay que volver a aprender hábitos simples, sencillos. Como volver a hacer la cama, prepararse el plato de comida diario, hacer las compras, convivir con pocos.
La gente que está internada en Montes de Oca no suele ser de diversos segmentos de la clase media. En general son de pocos recursos económicos o ninguno y no suelen tener una familia que los acompañe. Están solos. Abandonados a su suerte. Presos en un manicomio de por vida. Una condena injusta y, hasta hace poco, aparentemente imposible de sortear.
Elsa tiene 72 años y pasó los últimos 22 en Montes de Oca. Griselda cumplió 52 y pasó 15 en la colonia, igual que Clarisa, que tiene 40. Visitación, de la misma edad, es la que menos tiempo estuvo internada, sólo tres inviernos que, en comparación, parecen poco pero no lo son: 36 meses también es mucho.
Ellas fueron dadas de alta en marzo y, desde entonces, alquilan una casa en las afueras de Lujan, a mitad de camino entre la ciudad y el pueblo de Torres, donde está Montes de Oca. Entre la colonia y el alta pasaron por la residencia Los Cerezos, una de las cinco casas con las que actualmente cuenta la institución.
Se abrieron en 2007, en el marco de reforma del modelo de atención, mediante el cual se da apertura a distintos centros de día (a donde van a trabajar) y estas unidades residenciales transitorias. “La idea es mejorar la calidad de vida de las personas internadas y propiciar la externación”, explica Carina Rebottaro, coordinadora de Los Cerezos a donde ahora llegarán otras cuatro mujeres en vistas de, también, lograr su alta y armar su propio proyecto de vida independiente.
“La reinserción laboral, en blanco, es difícil. En general es gente que tiene mucho tiempo de internación. Así que estamos armando y coordinando proyectos autogestivos. También los ayudamos a conseguir y tramitar todos los subsidios existentes. Y la medicación, que aprenden a administrarse solas en su paso por la residencia, Montes de Oca se las sigue dando de por vida”, explica Rebottaro.

Sin rejas
Para llegar a la casa de las chicas hay que andar por unos caminos de tierra que se embarran cuando llueve. Llueve, y detrás de todos los charcos está el hogar. El living-cocina tiene una tele prendida a la que nadie le presta atención y Elsa está ocupada en las hornallas. Prepara un fortalecedor mate dulce que Visitación y Clarisa le aceptan sin chistar. Griselda no toma, la cebadora insiste y al final reconoce: “Soy un poco mandona”. Sus tres compañeras asienten entre risas.
A Elsa le gusta cocinar y, en cierto modo, es como la mamá gallina. Al principio habla por todas, va y viene entra la mesa y la cocina, y cuenta que se organizan bien. “Dividimos las tareas. Yo hago las comidas con Griselda. Visitación y Clarisa se encargan de las compras”, dice y, otra vez, todas asienten entre risas.
Recibir visitas en su propia casa. Algo tan simple como eso para ellas aun es novedoso. Clarisa tiene unos enormes y expresivos ojos marrones. Se presta con alegría mostrarnos su cuarto, su cama, su patio de atrás. Visitación sonríe tímida, pero decidida, y se hace cómplice inmediatamente. Tira un guiño cuando descubre que ya no hay lugar en las vejigas para el mate que sigue ofreciendo Elsa y pide una pausa.
Griselda mira la escena con un gesto hurañamente infantil, pero no tarda en mostrar sus tejidos. Hace mantas de croché, que vende entre sus conocidos, y también decora con ellas la casa. Un colorido sombrerito para la pava y un mantel que hace juego con la carpetita que sirve para tapar el lavarropas.
Hace un rato llegó el pedido con las compras para la semana y Elsa mira la carne descongelarse sobre la pileta. Anuncia que van a comer pastel de papa. El doctor Omar Fernando Berro Curi, que fue su psiquiatra en Montes de Oca, dice que su patología es crónica pero hace años que la maneja. Seguía internada simplemente porque no tenía dónde ir.
Visitación fue monja. Lo cuenta y se ríe, porque sabe la sorpresa que genera en los demás. Dejó la congregación para ir a cuidar a su madre, que estaba gravemente deprimida por el suicidio de su otro hijo. Sola y lejos de todo lo que conocía, tuvo la crisis que la llevó a la colonia. “Lo mío es de familia, está en todos nosotros”, reflexiona y cuenta que sigue siendo creyente. “La ayudó un montón su respaldo espiritual”, explica el doctor Berro Curi.
Griselda es la más retraída de las tres que vivían en la Colonia bajo el cuidado de Berro Curi. El psiquiatra, que está ahí desde 1989, se encarga del Pabellón 3, de terapia a corto plazo para psicóticos, pero explica que recién ahora es posible pensar en plazos cortos de verdad. Hasta hace no tanto era un cuello de botella, porque los que ingresaban, como no tenían a donde ir después, se quedaban, no podían irse. “Bajamos de 60 a 25 pacientes en los últimos años y el 15 de julio se van otras cuatro a la residencia Los Cerezos, en camino de su alta”, cuenta.
En Montes de Oca, Elsa, Griselda y Visitación dormían en el mismo pabellón, que tiene un solo y gran salón con camas para todas las internas. Cuando llegaron a la unidad residencial transitoria de Los Cerezos, por primera vez tuvieron una habitación para ellas solas. Ahora, en su propia casa, duermen en dos cuartos.
Clarisa se sumó a la aventura en Los Cerezos, porque en Montes de Oca estaba en otro pabellón, el 11, que ahora es para adultos pero que antes era el lugar a donde vivían los niños y jóvenes, que ya no son admitidos para internación. Todavía hay elefantes y animalitos en las paredes.

Abrir camino
Sólo durante 2010, más de mil personas pudieron ser dadas de alta y abandonar, efectivamente y sin peligro de regreso, diferentes neuropsiquiátricos en todo el país. En el momento de la sanción de la Ley N° 26657, el sistema de salud mental sólo de Buenos Aires contaba con 2425 camas de internación ocupadas en su totalidad. Ante el colapso, la posibilidad del alta es la única opción viable y el proyecto impulsado por el Ministerio de Salud, el Inadi, la Secretaría de Derechos Humanos y la Defensoría General de la Nación es con miras a cambiar el modelo, no a cerrar manicomios indiscriminadamente como muchos dicen, o temen.
Los centros de salud tienen que pasar a ser lugares para el ingreso durante una crisis, en donde sólo se pase el primer tramo del tratamiento y no lugares de hacinamiento en donde se guarde y oculte lo que incomoda como si fuera mugre debajo de una alfombra. El proceso que está llevando adelante el actual director de la colonia Montes de Oca, el licenciado Jorge Rossetto, está en línea con este gran plan mayor. “Todavía falta, pero estoy contento con los resultados que hemos obtenido hasta ahora”, dice.
El camino que está recorriendo la colonia, y con la que cambió para siempre el mal sabor que le dejó el siniestro pasado, es de la institucionalización hacia la inclusión social. Antes, la policía encontraba en la calle a alguien en crisis o quizás simplemente en situación de mendicidad, lo llevaban a Montes de Oca, el juez daba la orden de ingreso y no salían nunca más. Ahora, con el nuevo servicio de admisión, que comenzó a funcionar en mayo de 2006, los números fueron cambiando, a favor de la libertad. De 104 ingresos en 2004, se redujo a 26 en lo que va de 2011 y de 333 que en ese entonces llegaban para quedarse, se pasó a sólo 12.
Así, al restringir los ingresos a mansalva y propiciar la externación, las condiciones dentro de la colonia también mejoran. Ahora, el personal médico tiene menos pacientes a cargo y se puede hacer un seguimiento mucho más personalizado. Además, la inteligente distribución del presupuesto que lleva adelante Rossetto, demostró que todo lo que se hace hacia afuera, como alquilar las unidades residenciales y abrir los centros de día, no impide mejorar el interior de la colonia. Los pabellones están en la mejor de sus condiciones posibles: hay frazadas, calefacción, placares nuevos, todos los básicos indispensables que hace 10 años no se podían ni soñar y más.
El plan, ya en marcha y avanzado, implica abrir la colonia al mundo, romper con el aislamiento. Se están urbanizando las 20 hectáreas que separan a Montes de Oca del pueblo de Torres, dos lugares ligados desde su creación conjunta hace más de un siglo. De ese modo, con la construcción de dos nuevos centros de día y cuatro unidades residenciales más, se siguen abriendo caminos. Es un progreso no sólo en el modo de ver y tratar los trastornos mentales, sino también en la economía del pueblo, que de este modo se amplía y ofrece más fuentes de trabajo.
“Para mí esto es un acto de reparación. La institución debe reparar aquello que inhabilitó, porque con el modelo de institucionalización innecesaria generó un tipo de daño, no sólo en los internos sino en el pueblo y en la comunidad. Ahora, ayudamos a la inclusión”, dice Rosetto mientras, a pocos kilómetros, cae el sol en la casa de Elsa, Griselda, Clarisa y Visitación que terminan su jornada. Cocinan un pastel de papa, cenan en familia y se preparan para un nuevo día.


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*Una versión de esta nota fue publicada en la revista El Guardián en junio de 2011.




miércoles, 29 de junio de 2011

Yo fui Bartender*

Nosotras, las chicas de clase media con padres intelectuales sin todos los recursos económicos que aparentan o desean tener, empezamos a trabajar temprano para poder pagarnos un viaje a Europa y los estudios académicos. A los 17 años las opciones laborales eran pocas, yo quería ser camarera y mi papá se opuso, así que terminé como promotor. Después de estar parada durante 12 meses en diversos supermercados ofreciendo degustar pavadas, finalmente cumplí 18 y, con el lema “ahora hago lo que quiero” tatuado en el alma, me fui corriendo a lo que creía mi paraíso: el entonces prometedor y mágico mundo de la gastronomía.
Bandeja en mano, fui la atenta mesera de diversos restaurantes lujosos, la cara bonita de empresas de catering y una abnegada servidora de café en sucuchos céntricos. Como además eran tiempos de recorrer los bares cuando salía a la noche con mis amigos los fines de semana, fue natural empezar a trabajar en uno. Como con el amor a promera vista, me enfrenté a una barra, me atrapó su funcionamiento y me dije: “Basta de comandas, lo mío es ser bartender”.
Entre mis 19 y 25 años atendí barras de todo tipo. Muy rockeras, re fashion, súper de moda y hasta casi olvidadas en un pueblito perdido de la isla española de Mallorca. Después me independicé de la gastronomía para, idealismos aparte, trabajar como periodista. Desde entonces sólo volví a los bares como clienta que sabe apreciar un Manhattan bien servido y valora que se cumplan los códigos de la buena gastronomía.
Este Yo fui bartender, para mí, es mucho más que un ejercicio periodístico de una vez, es mi pasado, parte de mi personalidad, y volver a pasarme del otro lado de la barra es tan aterrador como genial. Y acá estoy, en el coqueto Le Bar, lista para preparar los cocteles que me pidan y tratando de detener el aluvión de recuerdos laborales del pasado.
La última vez que hice esto, mi noche despedida de las barras, uno de esos clientes habituales con los que se charla con confianza, pero nunca lo viste ni lo verás fuera del bar, me llenó el propinero con poemas. Sus versos eran tan porno que no me dieron risa. “Reconoceme que no te miento con lo del amor y soy sincero. Dame tu teléfono”, me dijo después de que leí la saga de 16 postales gratis llenas de rimas en formato de soneto, aforismos breves y hasta canciones. Por ejemplo, una estrofa de un tango, decía (Sic): “Muy de blanco y de yaqué/ con Dani yo me casé/ y la sorpresa apareció/ cuando vi que no era un ángel/ al disc jockey se transó,/ en el baño le dio al mozo/ y al patova que era grosso”.
Acá, en Le Bar, a dónde vine por una noche como bartender invitada, el propinero está lleno de billetes de verdad y algunos hasta son dólares. Todavía es temprano y Leandro, mi anfitrión, me dice que es hora de preparar la barra. Chequeamos que las botellas estén llenas, que haya stock de todo, cargamos la hielera, limpiamos la cafetera, ponemos servilletas, ordenamos los vasos y copas.
Es una tarea detallista, obsesiva, casi como de serial killer. Todo tiene que estar pulcro, impecable, bien dispuesto y a mano para que después, en el fragor de la noche, no falte nada ni se pierda tiempo. La atención al cliente es igual de importante que la calidad de los tragos.
En mi primera barra yo no sabía todo eso, porque aprendí trabajando, sobre la marcha, y llegué a tener tanto caos que una noche que el bar estaba repleto y no paraban de salir tragos, sufrí algo bastante parecido a un mini brote psicótico. De verdad.
Era un verano intenso y la cercanía con la cocina mantenía mi lado de la barra bastante caldeado. Me pidieron un Tom Collins (gin, almíbar, jugo de limón y soda) y yo creí que se hacía en la coctelera. ¿Alguna vez sacudieron como locos un recipiente repleto de agua gasificada? Bueno, fue un cóctel explosivo. Literal. Después de servirlos empapada y pegoteada, chapoteé en mi puesto de trabajo hasta una camarera malhumorada que reclamaba su pedido mientras el cajero me reclamaba algo de una comanda.
Desde la cocina salía más calor y entonces, en medio de todo eso, mientras yo le rezaba a un dios imaginario para que me creciera un tercer brazo, una chica me pidió un café. Todo se detuvo por un segundo. Miré en cámara lenta la cafetera y su vapor amenazante. A mi alrededor, oía en distorsión la frase “un-cor-ta-do-por-fa-vor” y distintos nombres de tragos que la seguía arrojándome, todos querían todo “ya mismo” y entonces me quebré. Dije “si querés cafeína tomá coca cola”, dejé rodar una lata sobre la barra, intenté irme corriendo pero me enredé con los cordones de mis zapatillas, me caí al piso y me puse a llorar desconsoladamente.
Desde esa noche en adelante fui como un maestro zen. Nunca volví a encarar una jornada de trabajo con mi barra en desorden y aprendí con pericia la receta de todos los tragos de las cartas en donde trabajé. Ahora, como bartender invitada, sigo el método de organización de Leandro, que es diferente al mío, pero me adapto por cortesía. Empiezan a llegar algunos clientes. Son los que salen de trabajar en oficinas céntricas, extranjeros que paran en hostels de la zona y parejas con aire cosmopolita. Momento: me piden una cerveza. La tiro prolijita, con tres centímetros de espuma.
Ahora, un muchacho francés quiere un JB con hielo y sirvo los ocho tiempos sin medidor. Antes, en mis inicios, un jefe de barra que me crió en la buena atención me contó que un whisky son ocho mississippis. Se cuenta “un mississippi, dos mississippis…” hasta ocho et voilà: es como un medidor y la yapa incluida.
Acaba de entrar una pareja. Se acercan a la barra con aire decidido. Quieren un Lola (tequila, menta fresca y cranberry), que es una receta especial de Le Bar. Se lo piden Leandro. Lo conocen. Charlan. Le dicen: “Sos nuestro barman favorito”.
Yo no soy barman. Yo fui (soy) bartender. Tampoco soy barmaid (como se dice en Inglaterra) ni barwoman (término horrible que no existe) y menos aún la chica de la barra. Elijo el término “bartender” (un genérico para hombres y mujeres por igual) porque siempre me pareció el más acertado y ahora, hace ya un tiempo, es el que se usa en casi todos lados. Siempre me molestó ese masculino para una profesión que puede ser, hilando fino, bastante femenina. Piensen: La alquimia, la mezcla y la intuición a la hora de inventar un trago son más nuestras que de ellos. Y la paciencia que hay que tener a veces con los clientes es casi maternal. Yo he sacado llaves de autos a borrachos y llamado taxis incontables veces.
En Buenos Aires, de hecho, uno de los referentes a la hora de la coctelería es Inés de los Santos. Ella fue, durante mi carrera gastronómica, mi norte inalcanzable. Igual que yo, también comenzó como camarera hasta que tuvo la chance de meterse detrás de una barra. Tenemos la misma edad y aunque recorrimos un camino similar, en vez de colapsar una noche en llanto y seguir a los tumbos para terminar abandonando la profesión, ella hizo una gran carrera.
Miles de veces bebí sus cocteles y me senté en sus barras, pero nunca le dije que la admiraba ni me atreví a considerarme su colega. La seguí a lo largo de su paso por el Gran Bar Danzón, Radioset y Casa Cruz sin decir ni mú. Actualmente, se dedica a la consultoría de bares y restaurantes acá y en el exterior, se encarga de capacitaciones y asesoramientos para distintas marcas, suele ser jurado en concursos nacionales e internacionales y cada tanto dicta unos cursos que no me animo a tomar porque ya es tarde para mí. Lo que sí, hace dos años compré su libro, Barras / Bares de Buenos Aires (Planeta), y es mi biblia etílica desde entonces.
Pero bueno, controversias etimológicas aparte, quiero decir para terminar con el tema que a Inés también le gusta que le digan bartender, que es una de las más grossas de Latinoamérica y que ya mismo tengo que ir a buscar las frutillas porque Leandro se puso a pelar y cortar los ananás y todo tiene que estar listo antes de que se largue la noche.
Nunca me gustó exprimir naranjas porque suelen arderme los pellejitos de los dedos, así que esta vuelta, ya que soy invitada en la barra y puedo decir “eso no quiero hacerlo”, esquivo la tarea y me pongo a cortar duraznos, me como algún que otro pedazo y le rindo mi homenaje a las botellas, hermosas y coloridas. Les paso un trapo húmedo y las dejo ordenadas por tipo de bebida y con las etiquetas mirando al frente. Me siento orgullosa. Está todo precioso.
Uno de los bares más impecables que vi en mi vida es el Chabrés, paraíso de los que saben apreciar un buen trago y la ceremonia de la alta coctelería. Casi no tiene salón, porque la estrella es la barra, que ocupa casi todo el local ubicada en el centro y rodeada de banquetas de altura perfecta con ganchos a un costado para colgar el saco o el maletín.
Ahí, en el centro del centro, está otro de mis ídolos de la coctelería. Oscar Chabrés, el dueño, es un bartender como los de las películas de la época de oro, peinado a la gomina y siempre de smoking. Trata a cada cliente como si lo conociera desde siempre, pero con la esperable distancia de respeto por la intimidad. Prepara cada trago con una calidad nockeadora y, si uno tiene ganas de saber más, siempre está dispuesto compartir su conocimiento de un modo didáctico y entretenido.
Oscar es discípulo de uno de los grandes maestros de la coctelería argentina, Eugenio Gallo, estrella de concursos internaciones en la década del ’60. Trabajó en el Plaza, el Teatro Colón, varias embajadas y el Club Alemán hasta que llegó a la barra del Hotel Claridge, donde se hizo mito a lo largo de 20 años. Ahora, desde hace tres años tiene su propio bar y es mentor de gran parte de al menos dos generaciones de bartenders. Yo no pertenezco a esa elite, pero me permito sentirme una pariente lejana.
Cuando empecé a trabajar en barras, hace más o menos quince años, era el momento de auge de los chefs, que estaban de moda y eran la atracción central. Cuando dejé la gastronomía, los nuevos niños mimados de la escena eran los sommeliers. Ahora, desde hace ya un tiempo largo, es indiscutible que las estrellas del mundo gastronómico son los bartenders.
Igual, tanto antes como ahora, en la barra siempre se gana. Todos quieren algo de vos. El chico que ni te mira si se sienta en la banqueta de al lado tuyo cuando sos cliente, se convierte en tu fan número uno si sos la que prepara los tragos. Es así, pasa ocho de cada diez. Es un promedio prometedor.
Así que volver a estar de este lado de la barra es casi como ser una estrella de rock. Recuerdo la sensación y me siento más linda que de costumbre mientras paso un trapo rejilla por la cafetera y compruebo que mi pelo está más brillante que nunca en el reflejo de un balde de champán. Miro a los ojos a cada cliente con una seguridad de la que normalmente carezco cuando estoy “de civil” y me voy convenciendo de que hoy, ahora, por un par de horas mientras esté en Le Bar, soy una diva de los cocteles.
Igual, también sé, todos los colegas gastronómicos lo saben, que este es un poder divino y embriagador que hay que saber regular. Es importante andar con cuidado porque los fans se transforman fácilmente en acosadores y nadie quiere tener un Mark David Chapman acechando por ahí. A mi tercera barra, cuando ya sabía preparar de memoria cualquier trago y no lloraba por estrés, venía un personaje que puso a prueba toda mi amabilidad.
Michel siempre tenía puesto un poncho oloroso, llevaba colgando del cuello una bolsita de alcanfor y usaba antiparras adornadas con plumas arrancadas de un plumero. Debajo de toda esa apariencia se sospechaba un chico guapo y el rumor aseguraba que era un millonario excéntrico.
Él me idolatraba, se quedaba extasiado mirándome licuar daiquiris o papar moscas en los tiempos muertos y siempre me dejaba unas propinas astronómicas. Además, era muy amable y yo me sentía como obligada, de alguna forma, a devolverle la cortesía. Pero toda mi buena intención se rompía en pedazos al despedirnos, porque él insistía en saludarme con un beso. Cada día yo veía cómo se acercaba a mi cara con su barba larga hasta la mitad del pecho y repleta de miguitas y comida fosilizada desde tiempos inmemoriales. Yo intentaba poner la mejilla, pero siempre, a último momento, me ganaba la fobia y me escapaba. Era angustiante. Con él, a la fuerza, comencé a aprender la técnica de la cortés distancia.
Todavía no tengo que preocuparme por hablar mucho con nadie acá en Le Bar porque la noche no termina de empezar y hay poca gente. A esta hora temprana, además, nadie pide tragos y me está empezando a agarrar una pequeña ansiedad. Tengo ganas de ponerme a sacudir la coctelera.
Alto. No, no hago trucos como Tom Cruise en Cóctel ni bailo en mini short sobre la barra a lo Coyote Ugly. Yo soy una bartender clásica, en el sentido literal del término: me gusta beber, tengo un trago al que me apego, pero cuando le sirvo a otros me fijo que todo esté perfecto y no falte ni demore nada aunque haga cada tanto un impás para degustar mi whisky (preferentemente Jamesons, sin hielo, y con apenas un chorro de agua en vaso pequeño). Al final de la jornada y con el bar vacío, antes de irme a casa, me prometo un delicioso y perfecto Manhattan. O dos.

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*Una versión de esta nota fue publicada en la revista El Guardián en mayo de 2011.




martes, 31 de mayo de 2011

Hebe Uhart: "La vida de un escritor se convirtió en un show"*

A Hebe Uhart le gusta hablar de viajes. Eso queda claro porque siempre que puede desvía la charla para ese lado y se explaya, es una catarata de palabras que forman recuerdos, historias, paisajes, ontologías de lenguajes, cháchara. Acaba de salir Viajera crónica (Adriana Hidalgo), que reúne viajes que hizo a lo largo de 15 años y fue publicando, mayormente, en el suplemento de cultura del diario El País, de Montevideo. De eso y de sus anécdotas en los caminos es casi de lo único que tiene ganas de hablar. Todo lo otro la aburre, o no le parece, o no está de acuerdo. 
Cuando no habla de sus viajes es amable, pero escueta. Conversa como sus cuentos, sin mucha vuelta. Si algo no le interesa, con sencillez y gracia, dice “eso es una pavada” y después se ríe así: suelta una pequeña carcajada casi susurrada. Igual que en sus textos, para charlar busca la síntesis de un modo familiar y en diversas situaciones grandilocuentes elige refugiarse en la brevedad.
Por ejemplo, el miércoles 4 recibió el Premio de la Fundación El Libro al Mejor libro argentino de creación literaria 2010 por sus Relatos reunidos (Alfaguara) y sólo dijo: “Agradezco a todos mis familiares, amigos y alumnos. Porque no es para mí, es para todos”. Y nada más. Después se fue rápido a cenar a un restaurante ahí cerca de La Feria del Libro con todos los que la quisieran acompañar.
Eso sí le gusta hacer. El momento de después, el que implica tertulia. Por eso ella recolecta en su cuaderno teléfonos de gente que demuestre interés, los anota y promete avisarles cuando presente un libro. Y lo hace. En el living luminoso de su casa de Almagro, comenta que ahora está leyendo cuentos para dar en los talleres. Entonces surge otro tema que la apasiona y se levanta, busca el libro que quiere recomendar, lo muestra con alma docente: “He descubierto a una autora que es muy buena, norteamericana, Maya Angelou. Es de los 60, no está editada acá, pero buscala, conseguí algo de ella, vale la pena”.

–¿Te gusta dar taller?
–Por ahora me gusta todavía estar con los talleres. Es que son como visitas. Vienen, les doy café y galletitas, comemos, charlamos. Hay alumnos que están desde hace mucho y los jubilo. Después, de algunos, quedo amiga.

Así de cuidadosa es Hebe con las palabras. “Por ahora me gusta todavía”, dice con su voz modulada y, por momentos, casi monótona. Fuma un cigarrillo, suave, todo blanco, hasta el filtro, lo apaga en un cenicero coqueto y después prende otro. Espera las preguntas con los ojos bien abiertos, con un gesto como de curiosidad infantil y, es posible asegurarlo, con la esperanza de que el tema le interese. Entonces empieza el partido de pingpong, rebota la pregunta contra la respuesta escueta hasta que algo le llama la atención.

Dijiste que el premio te parecía desmedido.
–Sí.
¿Por qué?
–No sé si desmedido, diría no esperado. De verdad no lo esperaba, al contrario: hacía como diez años que me tenía medio ignorada la Feria, como de costado, no sé. Igual, como no tenía nada que hacer ahí, tampoco iba.
Cambiaste de desmedido a no esperado.
–Tiendo a considerar los premios como a una lotería, algo que te puede llegar o no. Son una cosa fortuita. Por ahí otra gente lo merece tanto como yo y no pasa nada con ellos.
¿Y qué habrá pasado que ahora la Feria te recordó, después de diez años?
–No, no, no. Yo antes en la Feria he tenido muchas intervenciones, incluso he presentado libros. Después pasó un tiempo y no sé, no tengo la menor idea ni me interesa saberlo.
Y con respecto al público y los lectores en general, también surgió un nuevo interés en vos últimamente, ¿no?
–Los primeros años hice el camino de los escritores jóvenes, tuve que correr editoriales cuando no había todas las que hay ahora. Entonces era un trabajo duro. Pero después, poco a poco, fui editando con tranquilidad. Críticas siempre tuve buenas y reconocimiento también, así que no sé.
Hasta hace unos años, cuando Interzona y Adriana Hidalgo comenzaron a rescatar tu producción, tu obra no era fácil de conseguir y ahora sí, sobre todo últimamente, con los Relatos reunidos.
–Es cierto que este premio es muy importante, pero yo he tenido un reconocimiento progresivo.
¿Y qué pensas cuándo muchos dicen que vos eras como “un secreto” o sólo leída por escritores?
–Esos son mitos que la prensa multiplica un poco para su propia comodidad. Dicen: “Es una escritora secreta”. No es tan así. Mi vida es larga, por lo tanto estuve mucho tiempo publicando libros y entonces es natural que pase algo en algún momento.
En los Relatos reunidos está casi toda tu obra y de alguna forma se puede rastrear ahí un poco tu vida.
–No es importante que se rastree la vida de un escritor. Un escritor está en sus personajes y cuanto más
disimulado, mejor. Pero la vida de un escritor no es importante, no es como lavida de un actor. Ahora la
vida de un escritor se ha convertido en una especie de show, o algo por el estilo, donde se da una entrevista
y qué sé yo. La vida de un escritor tiene que ver con el trabajo y la atención que les ponga a sus personajes. Todo lo otro es lindo, es halagador y estimulante, pero la verdad es que dispersa un poco de lo que se tiene que hacer.
¿Eso lo ves en los escritores actuales?
–No, es algo general, que se le puede dar a todo el mundo. Si tenés una alta exposición y hay que dar muchas entrevistas, te vas a repetir en todos lados. Entonces te empezás a preocupar por eso y es una cosa fuerte me parece. Yo tuve en octubre, por Relatos reunidos, muchas entrevistas. Y ahora ya es pronto para que haya otra, pero acá estamos, no sé por qué. Además, se vienen otras, porque sale el libro de viajes.
¿Estás conforme con cómo quedó?
–No me gusta mucho el título, prefería Crónicas de viaje, pero bueno. Ya está en la calle. Y lo voy a tener que presentar. Presentar me gusta porque ahí reúno a mis amigos y vamos a comer.
¿Qué viajes son?
–Ah, por fin. Viajes y esas cosas te cuento más. Hice de casi todo el Uruguay y también de Argentina, por ejemplo, ciudades grandes como Rosario, Córdoba, Bariloche,El Bolsón, Esquel, Formosa. También hay de Chile, Perú, Ecuador, Colombia, Cuba y en Italia, de Nápoles, porque con Roma no me atreví.
¿Por qué?
–Salvo que fueran impresiones muy particulares, es una ciudad muy densa, con muchas cosas, es un museo de la humanidad.
¿Estudiás mucho antes de viajar?
–Depende. Cuando es una ciudad pequeña trabajo por referencias. Por ejemplo en un lugar de mil habitantes, busco al más antiguo, que te cuenta la historia, vas a su casa, te invita mate. Cuando son ciudades más grandes, o medianas, ya miro un poco la historia del lugar.
¿Usás internet para eso?
–No, no. Busco en bibliotecas, siempre hay libros publicados. Por ejemplo en Paysandú hay uno de Mario Delgado Aparaín, que es un uruguayo que hizo una novela histórica muy buena sobre el lugar, No robarás
las botas de los muertos. Entonces ves la historia del lugar, vas al lugar y después atás cabos. Y aprendés
cosas.
Como lectora, ¿te gustan las crónicas de viajes?
–Si son buenas, sí. ¿Por qué no?
¿Qué estás escribiendo ahora?
–Estoy escribiendo poco. Algo estoy haciendo, pero voy muy lento porque estoy con muchos alumnos en los talleres. Son unas crónicas, pero de cuando era chica. Cómo procesa un chico de diez años lo que los adultos le cuentan. Sobre los vecinos, y la gente. Sobre todo haciendo hincapié en la mirada. Por ejemplo, la primera vez que vi una pareja que se separó, porque no se usaba en ese entonces que la gente se separara.
¿Te cuesta llegar al recuerdo de esa mirada infantil?
–Me acuerdo, no me cuesta. Sobre la pareja ésta, por ejemplo, tengo todo muy fresco. También me acuerdo de unas canciones que escuchaba, de Antonio Tormo, que era un cantante folclórico de aquel tiempo, que tenía una que decía: “Lo que tengo lo gasto o lo doy, no tengo norte, no tengo guía, para mí todo es igual”. A los diez años escuchás eso y te lo pensás mucho, porque se vuelve todo muy literal. Es como una especie de revisión, lo que yo pensaba en esa época. ¿Te gusta?
Sí, mucho.
–Qué bueno, qué bueno. Ya estamos, ¿no? Te di un montón de material.

(Recuadro)
Lo que ella quiere
Hebe Uhart es también una lectora atenta. Admirada por las nuevas generaciones de escritores, opina sobre ellos y la conclusión no es muy halagadora.

¿Qué autores jóvenes te gustan?
–Los jóvenes me gustan como totalidad, y de acá algunos, como Félix Bruzzone, pero más que nada me gusta lo que están haciendo los peruanos como Daniel Alarcón o Santiago Roncagliolo. Preguntame por qué
me gusta más cómo escriben ellos.
Claro, te pregunto eso. ¿Por qué?
–Los chicos jóvenes de acá, habiendo tanto talento y capacidad, no me gustan tanto. Noto que hay un enroscamiento con nuestro abismo y está muy presente la figura del que narra en los textos. Hay como una resistencia a decir las cosas como vienen, a buscar una síntesis. Eso lo quería pensar bien y no sabía por qué era así, pero se me aclaró justo esta mañana.
¿Qué te lo aclaró?
–Estaba escuchando en la radio a un instrumentista muy bueno, muy joven y talentoso, que tocaba un tango tradicional, hermoso. Pero no lo quería hacer igual, le daba una vuelta, hacía como un metatango, podríamos decir. Era como un capricho, casi, de no aceptar lo que venía y querer glosar.
¿Y algo así, decís, es lo que pasa con los autores jóvenes de acá?
–Claro, por ahí va la cosa. No es la temática lo que me pica, es la forma. Es como que buscan otra vuelta de tuerca y eso es lo que me hace un poco de ruido. El dar vueltas. El metatango en la narrativa. No se
conforman con lo que hay y aparece como una saturación. Si voy a inventar, tengo que
inventar algo nuevo, no puedo dar vueltas alrededor de lo que ya hay.
–¿Qué tienen los peruanos que te gusta tanto?
–Son más directos. Van al grano. Y van muy bien.


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*Esta entrevista fue publicada en la revista El Guardián en mayo de 2011.









viernes, 20 de mayo de 2011

Yo fui... mucama de telo*

La idea es ser como un fantasma. Ves todo, percibís cada detalle, pero nadie se fija en vos. No existís, sos parte del decorado. Como un mueble del lugar. O no, mejor: sos transparente. Son las tres de la tarde de un martes caluroso y en el albergue transitorio Siroco, el más famoso de Lanús Oeste, ya van por el turno 981. “La gente garcha mucho en verano” comenta una de mis nuevas compañeras de trabajo, otra mucama, y comienza la jornada.
Sale una pareja de mediana edad de la habitación Sahara después de un turno completo (tres horas, 130 pesos) y entramos con Lili, Carmen y Celina a “rehacer”. O sea: se cambia la ropa blanca, se junta el tiradero y se pasa un poco el piso. Hay cinco minutos de tiempo y ya llegan los que siguen. No nos ven, nosotras nos vamos como fantasmas.
Invisibles, caminamos por los pasillos oscuros balde en mano. Hay olor a amarettis, pienso, pero no me recuerda a tecitos elegantes, sino que me da un poco de asco. “Es olor a telo, nena” me dicen las chicas, que –sospecho- se ríen más de mí que conmigo. “Típico desodorante de ambientes, jajá, ¿qué amaretis?, estás loca”, sentencian.
Entramos a la habitación para “rehacer” y los dedos de los pies se me encojen solos, como si estuviera caminando por una alfombra de cucarachas. Tengo miedo de que algo me toque, no sé: cualquier superficie que haya rozado el culo del viejo ese, no la quiero cerca. Hay que sacar esas sábanas. Usadas. Tienen encima dos toallas mojadas. Mojadas de secar los cuerpos de esa pareja. Se me paran los pelos del brazo, siento un cosquilleo en las manos. No sé dónde esconderme.
No tenemos puestos guantes y ni loca, ni loca toco esa sábana usada. Me estoy queriendo morir cuando Celina agarra a mano limpia la toalla, la hace un bollo, las sábanas, las enrolla, y sale, como si nada, con ese paquete de bacterias. Sudor de desconocidos, semen de señor gordo… todo apretado contra el delantal. A mi alarma capilar se suma el pelo de la nuca. Soy un erizo con uniforme de mucama.
Celina va hasta el cuarto de recambio, tira a lavar la ropa blanca usada, agarra un nuevo juego empaquetado de la estantería (dos toallones, dos toallas de mano, dos batas) y vuelve a la habitación. Se pone a hacer la cama. No puedo dejar de decir:

-Sos una bestia.
-¿Por qué?
- Yo no sé si puedo agarrar algo así. Tocar estas cosas.
-Ay, ¡nena! ¡Hasta forros te agarro con la mano! – dice con la simpleza del que no sabe, de verdad no sabe, que sanitariamente eso no da y me sale la moralina de adentro. La reto.

No da, Celina, que agarres forros sin guantes, le digo, y ella se ríe a carcajadas. Me mira como si yo fuese una marciana. Me escanea como un Terminator a una Sarah Connor. Sus ojos sobre mis sandalias desubicadas, mis dedos de los pies agarrotados, mi vestidito negro debajo del delantal rojo y así, va comprobando que la vida extraterrestre existe. Celina sacude la cabeza, sonríe y me amenaza con cariño: “Bueno, pero limpiá en serio, che: no te hagas la finoli”.
Quisiera de verdad trabajar a la par de Celina y que ella sienta que somos lo mismo, pero me muero si me toca algo. Me muero en serio, de muerte natural. Envejezco y muero en los cinco minutos que tenemos para rehacer la habitación. Pienso todo el tiempo memueromemueromemuero y, como cuando tomaba un remedio feo a los ocho años, contengo la respiración, frunzo la cara, y estiro un acolchado teniendo plena conciencia de las secreciones que debe tener, las que están ahí pero no se ven. Toda la mugre fantasma.
El primer turno de trabajo empieza a las siete de la mañana y termina a las tres de la tarde. Cada una de las mucamas se encarga de un piso, hace limpieza profunda de cada habitación y después llegan las que hacen sólo recambios, hasta las once de la noche. Hay un pequeño equipo que se ocupa de los cuartos de madrugada, aunque ahí hay bastante pernocte, y no hay tanto para hacer.
Acá estamos, el grupo de las fantasmas, con nuestros delantalcitos rojos tratando de que nadie nos note y apurándonos para terminar. Carmen, nuestra jefa, se encarga de que no perdamos el ritmo. Nos apuramos presintiendo sus pasos por el pasillo. Mientras doblamos toallas podemos charlar un poco, y los gemidos que salen del cuarto de al lado no nos distraen.
Fernanda, que es una desfachatada como pocas veces vi, se encuentra un aceite johnson y dice “bien ahí”. Me vuelve a sacudir un escalofrío. Mientras ella se lo guarda en el bolsillo, yo no puedo dejar de imaginarme para qué lo usaron los extraños que acaban de salir. Me pregunto si el envase tocó qué partes de esos cuerpos y digo puaj. Fer me hace qué me importa con los hombros, sonríe y me enlista cosas que se encontró en las habitaciones.

-Celulares, anillos, cosas lindas (“que tenemos que devolver a conserjería”).
-Calzones, bombachas, corpiños (“que a la final terminan en la basura porque nadie los busca”).
-Pepinos (“una vez, uno medio podrido. No sé si se pudrió del uso o ya lo trajeron así”).
-Zanahorias (“gigantes”).
-Una morcilla. (“no, nena, cocida no, jajá”).

Celina cuenta que una vez había manchas de sangre hasta en las ventanas, “con forma de mano”, y no puedo dejar de pensar en crímenes pasionales. Qué gran escenario, un telo, para un crimen, ¿no? Lo comento y entonces me cuentan. “Acá una vez, hace mucho, hubo uno”.
Corría la oscura década del setenta -nada paradójicamente, la época del auge de la hotelería trampa en Buenos Aires- y el conserje ve salir a un hombre solo de la habitación. Por norma, es ley, hay que dejar el cuarto de a dos, así que le pide al caballero, “el masculino”, que espere a su compañera. El tipo se va igual. Putea y se va. El conserje sigue los pasos estipulados ante un caso así: antes de llamar a la policía y montar un quilombo al pedo, manda a una mucama a que busque a la mujer.
“No se puede ocupar la habitación sola”. Golpea la puerta. No contesta nadie. Aquella predecesora nuestra, con su delantalcito rojo, entra repleta de inocencia a la habitación y no ve a nadie. La puerta del baño está semiabierta. “Le dije que salga, señorita”, dice la mujer que no es que sea valiente, sino que no se imagina, no espera el desenlace, y seguro piensa que es “una trabajadora drogada” o “una amante abandonada y borracha”. Incluso, la mucama hasta se enoja un poco por dentro, “estará vomitándonos el piso, la guacha”, y hace propio el afán de sacar a esa mujer de ahí. Empuja la puerta y algo le hace tope.
Adentro estaba el cuerpo de la mujer. Acuchillada. Mis compañeras no saben decirme nada más. Si atraparon al asesino, quién era la víctima, qué vinculo los unía, en qué habitación sucedió todo esto. Fue hace miles de años, me explican. El hotel era otra cosa, de otra gente. No saben. No quieren decirme, sospecho, y entonces insisto pero no logro nada. Mis compañeras prefieren contarme otras cosas, ponerme al tanto de lo cotidiano.

-Hay una regular, le decimos carita de ángel, que no sabés lo que grita, jajá- me cambia de tema Flavia.
-Sí, es una que tiene pinta de chica bien, que viene dos o tres veces por semana- me pone al tanto Griselda y agrega: -grita como si estuviera de parto.
-Parto de un cabezón- remata con una carcajada Fernanda y tengo que sumarme al cacareo de risas.
-¿Y entonces ese asesinato fue la única cosa macabra que pasó acá?- digo como quien no quiere la cosa, por obsesión temática.
-Y, hay muchas minas golpeadas- cuenta Griselda.
-Las cagan a palos- asegura Flavia.
-¿Y ustedes oyen?
-Sí, a morir, todo el tiempo.
-¿Y qué hacen?
-Le pedimos al conserje que haga algo.
-Pero depende el conserje, viste. Unos llaman a la habitación y pide que bajen la voz, a ver si la pausa ayuda, viste. Otros… Otros nada, dicen que no es cosa nuestra y que lo que pasa en las habitaciones es privado.
-Eso sí me da bronca- traga saliva Flavia y no le pasa por la garganta.
-Bajen la voz, trabajen- se asoma una mucama que es de otro turno, que no conozco, que no quiso hablarme y todas nos reímos bajito, cómplices, y le hacemos que hambre por la espalda. Seguimos hablando. Aprovecho para volver a los crímenes, que me interesan.
-¿Algo más, así… policial?
-No, nena. Basta- me reta Celina.
-Lo que sí hay es mucho policía de cliente, jajá. Posta- me suelta Fernanda.
-¡Ah!: ¿Y la mina que viene con la bolsa de la compra y pide que se la guardemos en la heladera? Tramposa- intenta distraerme Flavia, pero yo me encapriché con otra cosa.
-Para mí los telos son escenarios de crímenes. No puedo creer que no haya pasado más nada…
-Bueno, sí, pasa de todo, pero eso fue lo más impresionante.
-Qué morbosa la compañerita nueva-me gastan y al final pactamos en el medio. Una anécdota sin nada de sangre, pero con algo de acción.

Resulta que una vez vienen al hotel a robar. El conserje le explica al ladrón que acababan de llevarse la recaudación del día y que tenía poco y nada en la caja. Pero el tipo está ahí y no se va a ir con las manos vacías, así que le dice: “Vamos para las piezas”. Y fueron.
Llave maestra de por medio, abre cada habitación y saca a las parejas. Las mete en otra habitación. En menos de 20 minutos, están todos los clientes juntos, desnudos o semi vestidos, esperando que termine el atraco. Se crea como un vínculo, un clima de confianza obligatorio. Los nervios dan risa.
Mientras tanto, llega un cliente regular al hotel, un policía fuera de horario que, rápido, entiende lo que está pasando y, como en las películas, saca el arma y dice “alto, policía”. El ladrón se da a la fuga y el oficial lo sigue hasta las vías, donde logra capturarlo, incluido el botín. Después del final feliz hay un epílogo antológico en la comisaría, donde las parejas secuestradas se reencuentran con sus cosas. “Corpiño talle 90”, “mío”.
La realidad nos llama. Es el momento de recambio de turnos y hay, de pronto, varias habitaciones que rehacer. Tengo pocas ganas y me hago fantasma para mis fantasmas, me escabullo para no volver a estar cerca de las sábanas manchadas, los jacuzzis polucionados. Me quiero ir a mi casa. Ya.
Son las seis de la tarde y las chicas ven que me desvanezco y entonces me invitan a merendar. “Tenemos dulce de leche, mermelada, crema”… me dicen y ponen cara de turras. Aunque me doy cuenta de que me están gastando, tengo que preguntar, en terror: “…¿de los cuartos?...” y entonces sí, les arranco la mejor carcajada del día. Me esfumo por mi lado y ellas, por el suyo.

-º-
*Una versión de esta nota fue publicada en la revista El Guardián en febrero de 2011.
Fe de erratas. Las fotos son de Leándro Sánchez.




jueves, 28 de abril de 2011

Ahora, una novelita

Esta es la tapa con su solapa:
(la obra hermosa es de Cecilia Cambas)



Esta es la contratapa y el lomo: 
(muchas gracias, Spiri, por el texto hermoso)



Hernán Arias me invitó a formar parte de la colección Temporal-Narrativa del Bicentenario de la editorial Eduvim y ahora todo se hizo átomos. Los libros salen de a dos y mi dupla es Medianera, de Leandro Ávalos Blacha. 
Los presentamos el miércoles 4 a las 19 en la Feria del Libro en el stand 401, de la REUN (Red de Editoriales Universitarias), que queda en el pabellón azul entrando por calle Sarmiento. 
Será una reunión informal con brindis y sambuchitos.
Vengan tutti.