Cosas que hacemos taller 2014

El sábado 20 de diciembre, el Taller de Narrativa Las Herramientas cerró 2014 con un retiro espiritual literario en el Delta del Tigre. 



Entre otras maravillas que hicimos, está este texto conjunto que tuve el placer y orgullo de editar y ahora comparto para pavonearnos con mucha felicidad. Fue un buen año. Quiero más. 








En el fin del mundo está raro el cielo
Autores: Paola Camsen, Rodrigo Delgado, Verónica Ferrari, Pedro Freire Botelho, Nico Kimosabi, Juliana Mora, Lau Smiet, Manuel Tacconi, Denise Urfeig, Melisa Wortman. 

El fin del mundo empezó en Flores una mañana con nubes. Había una chica que corría el colectivo por avenida Rivadavia. Al mismo tiempo los polos se mecían, como si sintieran que el viento los pudiera derretir. El olor a basura se metía por la nariz como se mete la merca. Guadalupe Ferrari caminó las cuadras que la separaban de la estación. No había nadie. Nada.
Llegó el tren y se sentó bien al fondo porque quería usar la tablet. Calculó que ningún ladrón inteligente la elegiría como víctima; las puertas le quedarían muy lejos para escapar con éxito. No le parecía bien robar, pero no podía dejar de hacerlo. Sabía que algún día la iban a descubrir, pero era más fuerte que ella: todas las noches, cuando terminaba su jornada, iba a la heladera de la fábrica de medias donde trabajaba hace catorce años y se llevaba algo. No era que no tenía plata para comprar comida, sino que había adoptado la costumbre y no la podía abandonar. Como sacar las llaves de la cartera tres cuadras antes de llegar a su casa o ponerle sal a la comida antes de probar. 
El piso crujió, comenzó a hundirse. Una grieta se transformó en una gran boca negra que devoró la calle, las vías, todo. Todo desaparecía de a poco en la oscuridad. Y ella sólo pensaba en esa heladera repleta de recipientes coloridos llenos de comida. ¿Qué tendrá hoy el redondo con tapa azul? ¿Y el rectangular con tapa naranja? ¿Tendrá pollo como siempre?
Ya no recordaba hace cuanto tenía la misma rutina. De su casa al trabajo y del trabajo a su casa. Tren y colectivo. Colectivo y tren. Así eran todos los días de Guadalupe, la contadora, de Flores al microcentro porteño, de 8 a 20. Monótonos. Aburridos. Cerraba balances, buscaba tuppers. Con la única persona que interactuaba fuera de la fábrica, y aunque no tanto, era con Pradesh, un chico con el que hablaba por Internet. 
Cuando todo ser vivo empezaba a sentir la brisa que lo iba a arrastrar desde los pies hasta estrellarlo con el aire espeso, a Mónica se le levantó la pollera al lado de los lagos de Palermo y Pradesh Ketala estiró la alfombrita debajo de la notebook. Era lo único que guardaba de su madre. La había traído desde el otro lado del mundo. Y menos mal. Sólo eso era alegre en esa habitación de coloración y armonía científicas en este país lejano al que había llegado hace ya dos años. Hora del Skype con Guadalupe, una chica con la que hacía meses intentaba conseguir una cita. No había nadie conectado. Miró por la ventana y dijo para sí mismo: Está raro el cielo.
De repente, el tren se paró. Por un rato. Después se empezó a sacudir. Guadalupe no tenía 3G. Está raro el cielo, pensó. Preadesh prendió el televisor. La CNN parecía un noticiero de pueblo. Ni placas ni graphs. Y una mujer de pelo corto y ojeras que decía “internet” treinta veces por minuto. Decía que no se podían medir las consecuencias reales de la muerte de internet porque no había internet, que las telefónicas estaban colapsadas, que la Unión Europea había llamado a una reunión urgente por fax, que lamentablemente ya había consecuencias fatales.
Nikingo estaba enroscado, con la cabeza a mil. Flasheaba con el chaboncito del semáforo y eso que no andaban los semáforos. El centro estaba más vacío que el centro un domingo. Vidrieras rotas y esquirlas por todos lados. Que no se me pinche una goma, la puta que lo parió, era su mantra. Llegó a la zona de los lagos de Palermo y de pronto la vio. En una esquina. En el medio de la nada. Con el pelo corto. Pero podría ser con el pelo largo. Rubia o morocha. Disfrazada de caballo en una fiesta de publicidad de cerveza. En una novela, en un unitario de Telefé. Como femme fatale de film noir en video de Cerati. Mónica. Mónica, dejalo a Mike, no te merece. Por vos, empiezo a usar pollera. Lo paró. Porque tenía el cartelito de libre prendido, cierto. Ella subió y dijo: “Ay, sos un sol, llevo como una hora en esa esquina. ¿Qué onda? Parece el fin del mundo. A Honduras y El Salvador”.
Rodrigo pensó que esperar el colectivo en octubre no estaba tan mal. El aire se sentía fresco, así que respiró profundo y sacó un Beldent del bolsillo. Detrás de él había un tipo flaco, con lentes y barba de algunos días, que entornaba los ojos mientras comía fruta. Los dos escucharon el sonido de unos zapatos que se acercaban mientras el cielo cambió de color una vez más. Era una chica. Naturalmente hicieron como una pequeña ronda. De violeta pasó a rosado. Rosado en plena noche. Está raro el cielo, dijeron los tres y de inmediato le dio algo de vergüenza a cada uno. ¿Qué era eso de andar suspirando entre desconocidos?
Muy cerca, Paola caminaba por Scalabrini Ortiz mientras muy lejos Ucrania y Bielorusia se plegaban como un papel por el viento. Empezó a ver gatos que bajaban de los árboles. Se llevó la mano a la nariz y frunció el cuerpo, se sonrojó de espanto. 
El viento lo oscureció todo, era tan fuerte que empujaba el planeta, y la Tierra hizo un movimiento que no fue sobre su propio eje, sino que la desplazó de costado. Entonces todos comenzaron a correr sin rumbo. Paola y los gatos. Guadalupe Ferrari, que dejó olvidada la Tablet. Pradesh salió a la calle abrazado a la alfombrita. Nikingo, como un caballero heroico, ayudaba a Mónica a saltar los charcos de barro. Rodrigo y las otras dos personas que esperaban el colectivo de pronto supieron que ya no había mucho que esperar. Corrieron. Todos corrieron. 

Hace ya tres meses de aquello. Algunos sobrevivimos, ahora, encerrados en un shopping. Entramos buscando refugio y de golpe nos dimos cuenta de que no podíamos salir. Alguien había cerrado las rejas y nos dejó acá, olvidados. Al principio éramos muchos, pero el miedo nos enloqueció. El patio de comidas no era suficiente para alimentarnos a todos. Los días eran iguales. Horribles. Sin ninguna esperanza, dejé de contarlos y empecé a contar cuerpos.
Quedamos pocos. Me asomo a la ventana y Buenos Aires se ve desierto. No creo que quede mucho afuera. Ya no me acuerdo cómo era nada antes. De hecho, hubiese jurado que enfrente había un edificio. Ahora, sólo veo un hueco sobre el que planean criaturas mitad dragón, mitad león chiquito. El cielo rosado se vuelve amarillo. Las estrellas apenas se ven, aunque no dejan de brillar. Una a una se van desprendiendo y caen a la tierra dejando un rastro de colores fugaces. Algunas heladas, otras húmedas, todas brillantes y peligrosas como el fuego. Un olor como a flores se hace cada vez más intenso, un resplandor blanquecino ilumina el paisaje por un momento. Todos sentimos que es imposible distinguir el presente del recuerdo.
Suspendidos en el aire, flotamos. Nuestros cuerpos se atraen, uno contra el otro. Estamos pegados. Hacemos fuerza para separarnos, pero es imposible. La presión aumenta. Nos duele. Nuestra carne se amalgama y la piel se funde. Gritamos hasta que nuestras bocas desaparecen dentro de una masa amorfa en la que nos convertimos. Colapsa nuestra conciencia. 
Comienzo a elevarme mientras le pego el último vistazo a lo que estoy por dejar para siempre atrás. Muy a lo lejos puedo ver bajando de los cerros de algodón, o saliendo de los lagos prístinos, a miles y miles de criaturas blancas y negras que avanzan con un andar torpe, como dando saltitos. Pero con decisión.

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