martes, 30 de abril de 2013

Entrevistas a J. G. Ballard: Pasaporte a la eternidad*

Máquinas, accidentes de tránsito, cirugías estéticas  suburbios y barrios cerrados, sociedades represivas, erotismo, autopsias, similitudes entre el discurso científico y la pornografía, drogas, alcohol, las ciudades, lo posible como aterrador y el pensamiento vivo de un genio en el libro de charlas con el escritor, Para una autopsia de la vida cotidiana. Conversaciones (Editorial Caja negra).

*Esta nota fue publicada en la revista El Guardián en abril de 2013. El último número semanal, mi última nota ahí. Oh. 


Sostener una charla con J.G. Ballard podría ser el deseo más puro del más perfecto de los idealistas. Un sueño hermoso: viajar al pasado para encontrarlo en plena charla sobre su futuro inmediato, una descripción anticipada de este presente. Es 1982 y faltan décadas no sólo para la llegada de las redes sociales sino incluso de Internet. Desde su living, decorado con unas palmeras de aluminio que solía odiar y ahora le encantan, atisba que pronto nuestro día a día cotidiano va a ser como pasar la existencia en un estudio de televisión.
“Todos vamos a ser protagonistas de nuestras series, y serán series muy extrañas, como el interior de nuestras cabezas”, anticipa mientras prepara algo para tomar, ningún líquido que sea naranja o blanco, porque le desagrada beber esos colores, explica. Tampoco es hora de alcohol, anuncia, porque aún no son las siete y necesita un estímulo, una meta, para pasar la tarde. Para una autopsia de la vida cotidiana. Conversaciones son cuatro extensas charlas con Ballard que recientemente editó Caja Negra, con traducción de Walter Cassara.
“Las entrevistas que forman este libro aparecen por primera vez en español y están entre las mejores de todas las que han sido recopiladas en ediciones póstumas. Pertenecen a dos períodos distintos, antes y después del éxito de El imperio del, cuenta en el prólogo Pablo Capanna, uno de los pocos especialistas locales en el escritor británico y autor de Jim G. Ballard el tiempo desolado, una biografía y estudio de su obra que en 1993 publicó Almagesto.
La lectura de estas cuatro entrevistas, de algún modo, se parece un poco a la utopía de pasar una tarde (dos, incluso tres y un fin de semana entero también) charlando de todos los temas posibles, los imaginados y los improbables, con el maestro de la distopía. El libro, breve y contundente, es como un encuentro con Ballard fuera del tiempo, delimitado por el tiempo. Es algo que pasó en otro momento, pero vuelve a suceder cada vez que se lee: es un sueño hermoso.

Compañía de sueños ilimitada
La capacidad de mirar extrañado casi cualquier cosa y poder de ese modo vislumbrar lo que viene después no es un don para cualquiera. Debe ser tremendo tener la posibilidad de ver el futuro y saber que va a ser aburrido y vacío, que el exceso de comunicación va a incomunicar a las personas mientras las conecta. Y poder llegar a pensar en eso cuando aún el VHS es algo novedoso tiene que resultar intimidante. Quizás por eso se hace necesario mezclar esta certeza filosa con un exceso de humanidad.
Es lo que hacía Ballard, porque así era él, violento y tierno. En su obra y en su vida. Ya estaba viejo cuando el mundo aún era analógico y sin embargo pensaba adelantado. No iba un millón de inverosímiles pasos por delante, sino unos perturbadores y certeros cinco. Ahí nomás se lo podía ver, en el futuro inmediato narrando lo que vemos venir en breve.
En 1982, cuando sucedió la primera de estas conversaciones que dos años después publicó la revista contracultural Re/Search de San Francisco, Ballard tenía mucha de su obra ya escrita y 52 años cumplidos. Pronto se haría mainstream, las adaptaciones cinematográficas de sus novelas le traerían muchos nuevos lectores. Cuando el público fue a buscar al autor del libro que Steven Spielberg llevó a la pantalla grande en 1987 se encontró con las más cruda lateralidad o, bien podría decirse: con un giro ballardiano de la situación. Nada fue como lo esperado.
Sí, Ballard fue un niño inglés de familia adinerada nacido en China que pasó parte de su infancia encerrado en un campo de concentración japonés, como narró en su novela semiautobiográfica El imperio del sol. Pero el resto de su obra es un universo retorcido y feroz que no se parece en nada a eso. Los que fueron a por más historias épicas se encontraron con una visión única y solitaria del terror cotidiano, el miedo verosímil, el espanto de lo posible. Porque su pasado quedó en aquel libro y le dio lo más valioso, que no fue la fama sino su visión de futuro.
Un escritor de ciencia ficción era, en los 50 y 60, con suerte una figura de culto. Ballard era de culto incluso en ese pequeño nicho. Vivió los dos polos desde el inicio, así que cuando pasó a ser masivo siguió igual a sí mismo: quieto, demencial, amable, aislado, genial, viudo, padre, alcohólico, solitario, familiar. Un bicho raro con una inteligencia desmedida. Un freak amoroso. Una paradoja ambulante.
La visión deforme y sensual del futuro que tenía Ballard ya llegó. Ahora vivimos en esta realidad violenta y tierna que él decía iba a suceder. Somos la lejanía que fantaseaba desde su casa en los suburbios londinenses. Ser testigo de cómo iba sucediendo lo que predijo no lo hizo perder su luz y siguió anticipándose a más. Murió a los 78 años el 19 de abril de 2009 y en su última novela, Bienvenidos a Metro-Centre, publicada en 2006, siguió demostrando su filosa clarividencia.
Las ideas sobre las máquinas, los accidentes de tránsito, la cirugía estética, los suburbios y los barrios cerrados, las sociedades represivas, el erotismo, lo extremo, las autopsias, las similitudes entre el discurso científico y la pornografía, la contracultura, el punk, los asesinos seriales, la violencia, el sexo, el surrealismo, el poder de los medios, el destierro, la lucha de clases y el catálogo completo de sus obsesiones. Todo estaba ahí, en la cabeza de Ballard y en su máquina de escribir a lo largo del siglo XX.
Pensó y creó su obra con la nostalgia y la lucidez del que podía ver lo que venía porque entendió que no había nada más lejano para la imaginación que el futuro cercano. Adelantado apenas un paso y corrido un poco al costado de lo cotidiano, transformó para siempre el discurso de la ciencia ficción y torció el volante para cambiar el rumbo de la literatura contemporánea. Todo se vuelve a mirar de un modo diferente después de caer en las apasionantes garras de Ballard. La vida en un complejo de edificios de lujo no podría ser la misma antes y después de leer Rascacielos (1975). El terror a los accidentes de auto se puede retorcer como un gusano en sal después de Crash (1973).
Ballard nació en Shangai y nunca necesitó aprender a hablar chino. Fue un niño inglés que no conocía Gran Bretaña. Su padre dirigía una fábrica textil y su madre se dejaba llevar mientras jugaba al bridge y leía novelas. La Segunda Guerra Mundial lo arrancó a los 10 años de su microcosmos colonial y fue entonces un niño prisionero que miraba extrañado el doble filo de las espadas de sus captores hasta que aprendió a tomar distancia de las cosas.
El imperio del sol es su único libro que mira al pasado y su primer paso al mundo del cine. Mucho antes ya había escrito Crash y bastante después, en 1996, el canadiense David Cronenberg lo hizo película. Fue casi justicia divina. Como una suerte de puesta en valor real, el encuentro de estos dos maestros del horror contemporáneo terminó siendo un film que le avisa, le grita al mundo, que Ballard es mucho más que sus extrañas memorias infantiles.
El niño de Shangai quedó en Oriente y ya joven, en Inglaterra, pensó que sería médico. Estudió unos años, pero dejó todo para poner en papel sus distopías. Se casó, tuvo tres hijos y se asentó en Shepperton, un suburbio en las afueras de Londres en el que pasó el resto de su vida y fue escenario de muchas de sus oscuras fantasías. Enviudó joven y crió solo a sus hijos. Sobrellevó las presiones con un discreto alcoholismo y encontró siempre tiempo para escribir.
Apacible por fuera y turbulento por dentro: así era su barrio, él mismo y también su literatura. Todavía es posible escuchar su anuncio profético, desde ayer, de lo que pasa ahora. Esa radiografía que sacó a lo largo de su obra es nuestro día a día. Así que aquellas charlas recopiladas, aunque hayan sucedido en los 80 y 90, siguen haciendo eco. Acá está Ballard. Íntimo, lúcido, tierno, mordaz. Y nos habla. Esto es un sueño hermoso.

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