jueves, 7 de febrero de 2013

Azul: Leyendas de una ciudad sin tiempo*

Elegida por la Unesco como el paraíso cervantino por excelencia, todos los años se organiza un festival donde se exhiben ediciones históricas del Quijote. La paz de un pueblo con el dinamismo de una arquitectura original y un refugio para historias y personajes que parecen escapados de relatos de aventuras.

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*Una versión de esta nota fue publicada en la revista El Guardián en diciembre de 2012.

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"En Las ciudades invisibles no se encuentran ciudades reconocibles. Son todas inventadas; he dado a cada una un nombre de mujer; el libro consta de capítulos breves, cada uno de los cuales debería servir de punto de partida de una reflexión válida para cualquier ciudad o para la ciudad en general”. Así comenzó a explicar Italo Calvino, en 1983, once años después de la publicación original y para una nueva edición en una nota preliminar, uno de sus libros de aventuras más hermosos y extraños.
La ciudad de Azul podría ser narrada por aquel Marco Polo que le contaba el mundo al Kublai Kan que Calvino imaginó emperador de los tártaros por capricho literario. Entre todas esas ciudades con nombre de mujer, como Cecilia, Dorotea, Cloe, Irene, Berenice, Anastasia o Tamara bien podría estar Azul. Hasta su nombre es bonito, incluso tierno. Y tiene, como las fabuladas por el escritor, componentes mágicos, pero reales, que sirven para la reflexión general.
Hay historia de fundación nacional, hay gauchesca, hay pasado heroico de la indiada, hay belleza apacible de pueblo, dinámica cultural de ciudad y hay, de postre, una de las panaderías más antiguas de Buenos Aires, un arroyo, la huella de un arquitecto demente, el paso descontrolado de un escultor que de los metales hace obras, un matadero con un cuchillo de hormigón armado que apunta al cielo, gente que se quiere ir, los que se quedan, los que no pueden evitar volver y los que adoptan el lugar, se van de vacaciones, migran, se instalan. Está, también, el comienzo del Sistema de Tandilia, conformado por una serie de sierras más allá del monasterio de los monjes trapenses y eso es apenas esbozo de todo lo que se podría narrar.
En Azul las calles tienen capturado el paso del tiempo. El reloj de la catedral Nuestra Señora del Rosario, ubicada en el centro y corazón de la ciudad, este año decidió acompañar el encanto y está detenido, clavado en una hora imprecisa que no avanza. El templo de estilo gótico de 1906 mira la Plaza San Martín, maniáticamente diseñada por el mítico y tenebroso Francisco Salamone.
El arquitecto que durante la década del treinta dejó su huella grandilocuente y futurista a lo largo del diseño de los municipios, mataderos y cementerios de pequeñas ciudades y pueblos de la provincia de Buenos Aires tuvo destino misterioso: después de tres años de erigir monumentales obras de 40 metros de alto en poblaciones de casitas bajas se perdió en el mapa y hoy sólo queda su rastro inquietante que salpica la pampa para gusto y morbo del paseante.
En Azul, muchas de las casas son antiguas, enormes, y las veredas finitas, zigzagueantes, están llenas de naranjos de frutas amargas dispuestas a irse con el que pasea, pasa y levanta apenas la mano. Muchos andan en bicicleta, los jóvenes se juntan con sus motos en los bares y por todos lados los vecinos se asoman, se saludan. Perdidas se pueden encontrar, como un bonus extravagante, algunas esculturas de Carlos Regazzoni, sus fierros retorcidos con forma de hormiga gigante, un malón de indios o una Dulcinea enorme que saluda prometedora, inalcanzable para el Quijote. Y más allá el ganado, las vacas, los caballos, la ruta.
En Azul hay un arroyo largo, arbolado, en donde desembocan las calles, que se deja perseguir. Si el transeúnte lo hace puede mirar correr el agua desde un puente y adentrarse en las 22 hectáreas del Parque Municipal “Domingo F. Sarmiento”, que tiene torres de castillos y una vegetación como la de un bosque en el que podría reinar Totoro.
Esta pequeña gran ciudad se mantiene clavada en el centro geográfico de la provincia de Buenos Aires desde 1895. Antes fue el antiguo fuerte de San Serapio Mártir del Arroyo Azul, construido en 1832 para contener el avance de los malones y previamente fue desierto. Siempre fue algo, nunca fue nada. Ahora es todo eso y también más. La costanera Cacique Catriel y el Teatro Español, como los dos puntos de la identidad del lugar, opuestos que se unen en un interés actual: compartir el no tiempo y celebrar su diversidad para encarnar el aleph de rarezas que lo hace único.

Festival cervantino
Había una vez un loco lindo que hizo de su obsesión personal la identidad de la ciudad en la que eligió morar. Que juntara obsesivamente todo lo publicado por José Hernández y Miguel de Cervantes, que optara por vivir en Azul, que su compulsión lo haya llevado a tener la colección de libros del Quijote más importante de Sudamérica, que muriera trágicamente su hija a una edad temprana y entonces él se dedicara a las obras culturales y benéficas, todo eso es la génesis de un capricho que conformó un destino. El de la actual ciudad con nombre de mujer, o de color, está signado por muchos dementes productivos que dejaron su huella, pero hubo uno puntual: Bartolomé José Ronco, que nació en 1881, falleció en 1952 y en el medio cambió todo. Ese fue el hombre que hizo la más profunda mella.
La Casa Ronco es uno de los patrimonios más valiosos de la comunidad azuleña. En este caserón antiguo de más de 14 habitaciones se exhibe, a lo largo de tres salas, un museo de la vida tanto doméstica como intelectual del bibliófilo y su esposa, María de las Nieves Clara Giménez, la responsable de haber donado a la Biblioteca Popular de Azul el lugar tras su muerte en 1985.
En el estudio hay más de cinco mil libros de diversas temáticas –filosofía, derecho poesía– encuadernados por la devota viuda. En el segundo salón está la biblioteca que parece pergeñada por M. C. Escher, pero que fue construida por Ronco, también carpintero, y ahí se alojan casi dos mil libros cervantinos y hernandianos provenientes de sus viajes por Europa, Montevideo y Buenos Aires. Entre los tesoros que el guía y coordinador ejecutivo Eduardo Agüero manipula con delicadeza y unos guantes blancos como de Tribilín, se encuentran unas 350 ediciones que equivalen a 1200 volúmenes del Don Quijote de la Mancha.
La más antigua de las ediciones cervantinas que poseía Ronco es un ejemplar en castellano de 1697 y hace pocos años el escritor británico Julian Barnes donó al Museo la primera traducción al inglés de Thomas Shelton, de 1675. En vida, el coleccionista acopió rarezas como el Quijote más chiquito del mundo editado en dos tomos, los más grandes de los siglos XIX y XX, la primera edición con grabados del artista de la corte inglesa en 1739 y otro perteneciente a la reina María Cristina de España, publicado circa 1840. Además, hay ejemplares ilustrados por artistas como Gustave Doré, Salvador Dalí, Walter Crane y hasta Walt Disney.
En 2007, a cuento del azar y la compulsión de Ronco, la Unesco distinguió a Azul como Ciudad Cervantina de Argentina y desde entonces cada año se realiza un Festival en el que la comunidad enclavada en la Pampa Deprimida –ahí donde hace casi 200 años se detenía a los malones– celebra al son de “Soy Quixote”.
El domingo 11 de noviembre finalizó el Festival Cervantino en la ciudad de Azul. En esta oportunidad el lema fue “Cultura por la paz”, así que entre sus visitas ilustres estuvo el Nobel Adolfo Pérez Esquivel, quien dio una charla en la primera Feria del Libro Argentino y Latinoamericano que se llevó adelante en estas seis ediciones. Entre otros, también participaron de conferencias y entrevistas el escritor Juan Sasturain y el dibujante Miguel Rep, que en 2011 realizó un mural quijotesco frente al arroyo Azul y hasta donó el logo que es marca del festejo.
Las diez jornadas de actividades estuvieron repletas. Una trasnoche transpirada tocó Palo Pandolfo en un bar y en el medio de su afiebrado show-ceremonia hizo una pausa, le mostró un colgante al público que sacó desde adentro de su remera empapada y contó que esa es su piedra azul, que lleva siempre colgada en homenaje al cacique Calfucurá, bravo guerrero que recorrió las tolderías de la pampa y arrasó a su paso con el invasor español. Después siguió cantando.
Otros días se podían ver obras de teatro, una gran murga en la que participaron todas las escuelas locales, se dieron talleres, hubo artes visuales, ferias de diseño y un cierre a cargo de La Bomba de Tiempo. Sin embargo, con todo esto, apenas se estaría describiendo una porción del Festival que, este año, además celebró el 180 aniversario de Azul.
Marco Polo podría narrarle cada aspecto de esta ciudad bonaerense al Gran Kan y hacerle creer que describe mil destinos diferentes. Como si lo hubiera imaginado Calvino, el embajador favorito del emperador relataría un lugar que posee un cementerio con una entrada enmarcada por un RIP alto como una montaña, que adelante tiene al arcángel vengador y atrás a todos los muertos. Pero eso no está en el libro, sino en Azul.
Cuando ya se aprendió cada minucia del lenguaje y las ciudades invisibles fueron también incontables, el Gran Kan propuso un juego, deseó cambiar el método y anunció que sería él quien pasaría a describir los lugares para que Marco Polo comprobara su existencia. Entonces, quizás, el temible emperador podría decir muchas cosas, imaginar infinitos escenarios y el viajero siempre terminaría en Azul.

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