miércoles, 21 de septiembre de 2011

Yo fui tatuadora*

Yo no le había clavado nunca la aguja a otra persona. Habíamos practicado con mi amigo Martín Colombo, cuando éramos chicos y buscábamos un destino, sobre naranjas, pollos y hasta una cabeza de chancho. Ahora él es un gran tatuador, dueño de Buffalo Tatoo, un exitoso local en Colonia, Uruguay, y yo… Bueno, claramente me dediqué a otra cosa.
La sensación de ilustrar un cuerpo es muy intensa y la adrenalina de las primeras veces que se clava la aguja, sea en una naranja o en tu propio tobillo, queda registrada para siempre en los músculos de la mano que sostiene la máquina y los del pie que apreta el pedal para prenderla. Ahora otra vez estoy -con mis tatuajes buenos, los arreglados y los todavía horribles- por meterme en la experiencia obsesiva, artística, un poco sádica y también perfeccionista de ilustrar cuerpos. De verdad no sé cómo agarrar la máquina, ya no tengo registro del modo en que se sostiene y me pongo nerviosa. Es tan bella, frágil y precisa, que tengo un poco de temor. No quiero romper nada.
Para tatuar a otros tenés que tatuarte vos. No existe la posibilidad de ilustrar permanentemente a alguien si no tenés tu propia herida de tinta cicatrizada en la piel. El mundo y la liturgia del tatuaje tiene un encanto particular y entrar ahí es un camino de ida. Abris la puerta con un dibujito pequeño que te hacés y es más fácil seguir que parar. Como con cualquier otro vicio.
“¿Este quién te lo hizo?”, me pregunta mirando el pez esqueleto de mi hombro Nacho Gonzalez, dueño de Tattoo or Die y también mi anfitrión en esta experiencia extrema de clavarle una aguja embebida de tinta a alguien que no sea yo. El local es limpio, luminoso, prolijo y tiene una ventana por la que se asoman los curiosos que pasan por la calle para espiar qué está pasando.
Mientras lo observo preparar el área de trabajo con la meticulosidad de un cirujano, le cuento que mi tatuaje lo hizo Lorenzo Luis Lorenzo y que es un diseño de Mariana García. Nacho los conoce. En realidad todos los tatuadores se conocen. Al menos de referencia. Y además son muy respetuosos con “la firma”. Se acerca a mirar mi pez con ojo profesional y pregunta con certeza: “¿Qué tenías abajo?”.
-¿Cómo sabés que es un cover up?
-No se nota en la calidad del tatuaje, está perfecto. Pero hay muchas minitas que se hicieron pelotudeces en el hombro y en general, si tienen un tatuaje ahí, es que se taparon algo. ¿Era un duende o una mariposa?- se atreve a adivinar y me molesta un poco, pero también me divierte, reconocer que tiene razón en todo.
-Un duende, horrible y mal hecho.
-¿Querés que te dibuje algo, ya que estamos armando?- me ofrece y estoy tentada de decir que sí, que necesito tapar, arreglar, otro error de juventud que aún tengo en el tobillo izquierdo pero hoy vine a tatuar a otros.
Con el mismo esfuerzo con el que le diría que no a una torta de chocolate para no engordar, me niego al tatuaje para no tener que seguir viendo después si me arrepiento o no. Además, aunque me encanta en los demás, no quiero ilustrarme una pierna completa. Tengo que quedarme del lado del detalle, me digo, me esfuerzo y logro negarme a la oferta.
Mi tobillo izquierdo tiene un pulpo espantoso que dibujé yo y que está tatuado con un trazo carcelario inexperto de Martín con un color que quiso ser negro y rápidamente se transformó en azul. Pienso en taparlo con algo como un pez oriental y flores, pero no sé. No sé. Realmente va a quedar grande y dilato el momento. Para tapar un trabajo con otro, hay que adaptar las posibilidades a la tonalidad que va a tener la piel en la superposición de dibujos.
Cuando planeamos cómo tapar el duende con mi pez, Mariana hizo un plano del tatuaje con un lápiz especial y con esa forma como base condicionante, realizó el nuevo diseño. Parece fácil, pero es un trabajo meticuloso y puntual. En general se trata de no agrandar mucho la superficie original y por eso lleva tiempo y estudio. “Cada caso es único”, me dijo Lorenzo cuando finalmente me acosté en su camilla para que me tatuara el pez esqueleto.

Mujeres ilustradas
Llega Luna, que es la verdadera aprendiz en Tattoo or Die, y la valiente muchacha que va a prestarme su piel para colorear. Tiene un look un poco pin-up, pero bien argenta. “Min-up, de minita”, dice Nacho y pide que le hagamos mate mientras termina de preparar el lugar para comenzar.
Pongo a calentar agua mientras ellos me explican que en la zona de trabajo es aséptica. Todo está desinfectado, nuevo, limpio. La máquina para hacer tatuajes es un instrumento eléctrico de mano parecido a una súper inyección o torno de dentista, pero con forma de pistola. En un extremo tiene una aguja esterilizada, conectada a los tubos en donde se carga la tinta. Para encenderla se usa un pedal que hace mover la aguja hacia adentro y afuera a toda velocidad. Me muero de ganas de agarrarla.
Buscamos los colores que vamos a necesitar, tonalidades de rosa y ocres. Mientras yo pongo la yerba en el mate, los verdaderos tatuadores llenan los mini recipientes de pintura. Luna se trepa a la camilla, extiende su pierna y Nacho decreta: “Ahora yo cebo y te vigilo, vos sentate y trabajá”.
Me lavo las manos meticulosamente y me pongo los guantes quirúrgicos. La pierna de Luna está limpia y desinfectada, tiene un dibujo japonés que hay que colorear. Voy a pintar una de las hojas de loto del lago en el que hay un sapo, piedras y una inscripción que llama a la armonía. Estoy sosteniendo la hermosa máquina infernal para tatuar y siento cómo la adrenalina me recorre el cuerpo. La aguja está dentro del pote de fucsia, tengo que apretar el pedal para recoger pintura, pero quedo congelada. Recostada en la camilla, mate en mano, Luna se ríe de mí: “Dale, carga la aguja, no tengas miedo, jajajá”.
Creo que sobreestimé mi experiencia pasada y en realidad, viendo a los profesionales de verdad, me doy cuenta que no tengo ni la más mínima idea de lo que voy a hacer. Es mucha responsabilidad. Un tatuaje es una herida punzante en las capas profundas de la piel que se llena con tinta. Hay que calar hondo, pasar la epidermis y llegar a la dermis, aproximadamente tres milímetros debajo de la piel. Hacerlo de verdad no es lo mismo que decir que uno lo va a hacer. Es el cuerpo de otro y se lo voy a marcar.
Los artistas que realizan tatuajes saben con precisión cuál es la profundidad exacta hasta donde se lleva la aguja. Si es muy superficial, el tatuaje queda borroso y si se llega muy hondo, el otro puede sangrar demás y sentir mucho dolor. No es moco de pavo y creo que no estoy lista para ser tatuadora de verdad.
Luna me arenga y Nacho me da dos o tres consejos prácticos, pero yo sigo inmóvil. Cuando tenía 17 años y empezamos a practicar con Martín, de verdad me creí la posibilidad de dedicarme a esto, pero nunca llegué ni a comprarme el kit de tatuadora propio y en realidad, hasta hoy, todo había sido más un recuerdo pintoresco de mi pasado que otra cosa. Confieso que me atrapa una suerte de fantasía cuando veo en la tele el programa de Kat Von D (la tatuadora celebrity del primer mundo) y me imagino las vidas posibles que podría tener, pero nunca había llegado tan lejos como hoy.
Mi problema es que tengo la data suficiente como para ser consciente de mi responsabilidad. ¿Y si tiro la pintura al piso o le escracho mal la pierna a esta chica? Los escenarios fatales son demasiados y no puedo moverme. Hay que dominar el pulso, planear la calidad de la línea y, sobre todo, lograr que la máquina no salga disparada para cualquier lado y termine haciéndole un mamarracho a Luna.
Eso lo sé con certeza porque con Martín practicamos un montón, pero fue hace mucho tiempo. Tatuamos naranjas durante miles de noches. Escuchábamos Sumo y les escribíamos “Hello Frank”. Después empezamos a hacerles caritas contentas, tristes, enojadas y terminamos teniendo un público cítrico estable de una docena por jornada.
Cuando nos sentimos listos para algo más, Martín averiguó que la piel de chancho era lo mejor, porque se parece bastante a la humana, y también por la dureza, que nos iba a ayudar a mantener el trazo. Supimos de unos mellizos que tenían un campo y practicaban en un cerdo vivo. El mito asegura que le hicieron unas medias sexys con portaligas en los jamones. Pero nosotros no íbamos a hacer semejante animalada, así que nos abocamos a recorrer carnicerías pidiendo cabezas.
Conseguimos una. Probamos todos los colores de tintas en una tarde y yo le hice un arco iris en la oreja. Parecía una versión zombie cerda de Mi Pequeño Pony. La guardamos en el congelador como recuerdo emotivo, pero la mamá de Martín dejó toda su modernidad atrás una madrugada cuando la encontró mientras buscaba hielo. Tuvimos que tirarla y costaba conseguir más. Estábamos en una encrucijada: ni locos queríamos volver a las naranjas y aun no nos sentíamos listos para empezar con nuestros cuerpos.
Martin, investigador paciente y tenaz, encontró la solución. Trajo dos pollos grandotes que dibujamos apasionadamente hasta dejarlos repletos de colores, inscripciones y hasta un intento de la cara de Maradona en una de las pechugas. Después los metimos al horno con papas y mientras cenábamos esa carne ilustrada ya nos sentimos un poco tatuadores. Entonces sí, empezamos a pensar en cuerpos vivos.
Martín comandaba la aventura y decidió tatuarse a sí mismo, pero sin tinta. No había resultado visual, pero daba práctica. Me sumé a eso y cuando nos cicatrizaban las heridas de las agujas, nos hacíamos otro tatuaje invisible. Después, un día, él puso tinta y se hizo un símbolo Maya en la pantorrilla. Yo no me animé, pero él seguía avanzando. Me dejaba atrás en la aventura y cuando me dijo que era hora de tatuar a otros, era fija que yo le tenía que prestar alguna parte de mi cuerpo. Todavía tengo de souvenir este pulpo que se suponía que íbamos a arreglar cuando fueramos grandes tatuadores. Martín se fue a vivir, con su talento y agujas, lejos de Buenos Aires y yo quedé con el testimonio desafortunado de nuestra juventud en el tobillo.
Luna, acostada en la camilla frente a mí, muestra el mismo arrojo que yo tuve cuando me hice cada una de las porquerías que después fui pidiendo que me arreglen. Soy plenamente consciente de que puedo arruinar todo, así que trato de hacer las cosas lo mejor posible. Les quiero contar que el ruido de la máquina cuando se prende es parecido al de una mosca que molesta en la siesta y vibra en la mano, pero no hace cosquillas.

-º-
*Una versión de esta nota fue publicada en la revista El Guardián en agosto de 2011.





1 comentario:

Claudio Fimiani dijo...

Buenísima la nota, Dani!! Me viene de perlas, porque a mis 44 añetes -y luego de pensarlo y postergarlo un par de décadas, no exagero- justo ando con ganas de imprimirme mi primerísimo tattoo!
Abrazo!