viernes, 6 de septiembre de 2013

Auto crírtica. Road rage: Ira al volante*

La más dulce de las almas calmas de pronto se transforma en un troglodita iracundo, un asesino en potencia, apenas enciende el motor. ¿Qué es lo que pasa al entrar a un auto que puede convertir a un conductor en la versión más aterradora de su Mister Hyde? He aquí algunas explicaciones.
*Esta nota fue publicada en la revista Móvil en agosto de 2013.
Es un juego de la PlayStation, un episodio de Los Simpson, pero también una patología que se llama Road Rage, “rabia del camino” en su traducción literal, y más conocida por estas pampas como furia al volante. ¿Qué es lo que pasa al entrar a un auto que puede convertir a un conductor en la versión más aterradora de su Mr. Hyde? La más dulce de las almas calmas de pronto se transforma en un troglodita iracundo, un asesino en potencia, mientras calienta el motor. ¿Por qué?
La versión online del videojuego Road Rage se presenta de la siguiente manera: “Conducción extrema. Maneja entre el tráfico a toda pastilla por la gran ciudad y sus alrededores. Causa mucho daño con tu coche. Chócate o utiliza el Potenciador Detonador para tener un final explosivo”. Sin eufemismos ni mucha vuelta. La propuesta es simple y directa. Y es un hit. Sin daños físicos aparentes.
El capítulo 15 de la décima temporada de Los Simpson, “Marge Simpson in Screaming Yellow Honkers” (en castellano se llama “El submarino amarillo”), es un clásico. Igual, vale la pena una pequeña reseña recordatoria: en busca de virilidad motorizada, Homero se compra un todoterreno, pero descubre que es un modelo-F, diseñado para mujeres, así que le saca su auto a Marge, que no tiene más alternativa que usar la 4×4.
Al principio, ella maneja con cuidado, casi con temor. Pero un día queda atorada en un embotellamiento, el helado que compró se derrite y, azuzada por Bart, toma un atajo a campo traviesa por fuera de la ruta. Entonces algo le hace clic. Se gatilla y descubre que con ese auto tiene poder. Puede ir por donde quiera. Nadie le dice nada, nada la detiene. Es como una droga. Quiere más. Marge empieza a perder la paciencia cuando los demás se meten en su camino y se transforma en una fiera, la madre amorosa es pura furia al volante.
¿Les suena? A todo el mundo le pasó, al menos una vez. Ese coche de adelante que va pisando huevos y nos tapa la posibilidad de deslizarnos hacia nuestro destino: las ganas de hacerlo desaparecer. Ese “dominguero” que nos arruina el ritmo y la posibilidad de chocarlo por la retaguardia. La sensación de saber que podríamos destrozarlos a todos y el clic a punto de gatillar.
Algunos se habrán aguantado, otros quizá comentaron en voz alta con su copiloto la ira que tienen. Están los que tocaron bocina y los que además se asomaron por la ventanilla para gritar. La mayoría aguanta, con la procesión por dentro, y la minoría se descontrola, puede llegar a matar. Pero todos sentimos esa furia.
Es como si el hipotálamo, amo y señor del dominio de la emoción, hubiera perdido el rumbo. El sistema límbico del cerebro es el de un cavernícola y el Neanderthal detrás del volante está listo para arrastrar de los pelos al oponente. Darle garrotazos. Comer carne cruda. Los que se autocontrolan son los que logran decirse a sí mismos algo así como “frená, bajá un cambio”. Los otros no, simplemente aceleran y chau: furia al volante, patología.

La garganta ardiente de gritos.
Todos tenemos dos personalidades en juego. Se puede ser una persona tranquila hasta que algo hace que veamos rojo, como un toro, y no haya control. Cuando la máquina de matar se activa, es muy difícil desandar el camino. Detrás del volante hay tantos potenciales monstruos como conductores. Cualquiera que haya puesto primera para después arrancar a andar por una gran ciudad lo sabe. Y, aunque usted no lo crea, el arma de destrucción masiva que lo podría arrollar con bestial virilidad es, según estadísticas, una dama.
De hecho, cuenta la trivia, la idea del episodio protagonizado por la iracunda y poderosa Marge sobre ruedas surgió a partir de un estudio sobre el tema, que arrojaba como resultado ese dato sorprendente. Matt Groening y equipo lo procesaron con su mirada Simpson de la vida y estrenaron el capítulo el 21 de febrero de 1999. Aunque ya pasaron 14 años, que las mujeres seamos las más rabiosas al volante sigue resultando novedoso.
¿Pero por qué sería novedoso? En realidad, es casi obvio que tengamos más ganas de matar que los hombres en cuanto nos motorizamos. ¿Acaso no soportamos todo tipo de prejuicios que rezan que no sabemos manejar? El “andá a lavar los platos” que aún se oye en calles y avenidas ¿no debería tener como respuesta un buen golpe de guardabarros? ¿A dónde es que nos mandan? ¿A lavar? ¿Platos? ¿Realmente alguien cree que ese es el rol femenino hoy? Es más, ¿no merece al menos un insulto, desde atrás del volante, alguien que piensa eso de nosotras? ¡Furia! ¡Rabia del camino! Aquella tendencia del siglo pasado por supuesto que siguió creciendo y somos cada vez más las que tenemos ira al volante. La revista Psychology Today, recientemente, publicó un artículo que cuenta que mientras sube el índice femenino de road rage baja el masculino. Y entre las explicaciones que encuentra, textual, dice: “Ahora las mujeres están logrando muchas cosas en altos niveles laborales y eso las hace menos tolerantes al resto de la gente. Van por el mundo pensando ‘¿qué? ¿No se dan cuenta de que estoy ocupada?’”
Pisemos un momento el freno. ¿Esa es la explicación psicológica? Parece más una versión políticamente correcta de decir “ahora están sobrecargadas de trabajo y quieren demostrar que no lavan más los platos”. ¿Quién hizo ese análisis? Sería maravilloso encontrarnos al autor parado en alguna vereda por la que justo pasemos con nuestro auto y… ¡cólera sobre ruedas!
Igual, más fríamente, cabe recordar otras estadísticas. En un estudio lanzado hace poco por Quality Planning, una compañía de análisis de Estados Unidos, se convalida la información de las pólizas de autos para las empresas aseguradoras: las damas aparecen como conductoras más precavidas que los caballeros. Se analizaron diversas infracciones de tránsito para comparar cuántas veces fueron multados hombres y mujeres, y la conclusión fue rotunda: ellos infringen mayor cantidad de leyes y manejan de una forma más peligrosa que nosotras.

Con las carretas no pasaba.
Para encontrar un poco de objetividad a todo este maniqueísmo, se podría hacer un mix de ambos estudios y concluir que todos, sin distinción de género, podemos volvernos locos al volante. Y entonces, en ese escenario, sí es posible encontrar la explicación psicológica: la vida moderna es estresante y a eso se suma pasar largas horas en el auto, porque el tránsito es fatal, cada vez hay más vehículos y todo el mundo está apurado, siempre. Y quien no se haya puesto furioso jamás que arroje la primera piedra. O toque bocina. 
Es la vida en la ciudad, y no otra cosa, lo que genera la furia de los caminos. ¿Acaso un baqueano en su tractor le grita a las ovejas, enloquecido, para que se corran cuando quiere pasar? No. ¿Había muchos casos de road rage cuando andábamos en carretas? Cero. El estrés provoca que nos salgamos de nuestras casillas y nos comportemos como fieras. Muchas veces eso sucede al manejar. 
En una entrevista, Guillermo Martínez, uno de los escritores nacionales más traducidos en el mundo, reflexionaba: “Estar al volante es administrar un pequeño poder, que pone a prueba la autolimitación. Y por la forma en que se maneja, es obvio que eso no ocurre”. Se podría decir al respecto, también, que por cómo conducimos nuestros autos es posible, entonces, definir el tipo de persona que somos. ¿Nos controlamos o no? ¿Somos el Dr. Jekyll o nos gana nuestro Mr. Hyde? 
La bestia que vive dentro de nosotros podría soltarse en un embotellamiento, también con un ciclista que nos demora o a propósito de un peatón que cruza mal la calle. Y, por qué no, la furia podría salir cuando otro auto intenta pasarnos en la ruta, como en la primera película de Steven Spielberg, Duelo (1971), basada en un relato corto y efectivo del genial Richard Matheson.
La historia, aterradoramente posible, narra la persecución de un camión a un Plymouth Valiant que lo rebasó en una carretera de doble vía en medio del desierto. Mann, el viajante de comercio y pobre diablo clasemediero tras el volante del auto, fue el gatillo en la mente de su misterioso atacante y ahora está metido en un angustiante combate a muerte. En un momento, entiende que, para sobrevivir, tiene que transformarse.
Entonces, la víctima pasa de manejar su coche con modesta naturalidad estándar a hacerlo como un iracundo más. Enardecido, estresado, enajenado y poderoso. La trama del relato es tan delirante como realista y ahí se enclava su pavorosa excelencia. Porque todos podemos ser ese automovilista y, también, el camionero asesino.

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