viernes, 20 de mayo de 2011

Yo fui... mucama de telo*

La idea es ser como un fantasma. Ves todo, percibís cada detalle, pero nadie se fija en vos. No existís, sos parte del decorado. Como un mueble del lugar. O no, mejor: sos transparente. Son las tres de la tarde de un martes caluroso y en el albergue transitorio Siroco, el más famoso de Lanús Oeste, ya van por el turno 981. “La gente garcha mucho en verano” comenta una de mis nuevas compañeras de trabajo, otra mucama, y comienza la jornada.
Sale una pareja de mediana edad de la habitación Sahara después de un turno completo (tres horas, 130 pesos) y entramos con Lili, Carmen y Celina a “rehacer”. O sea: se cambia la ropa blanca, se junta el tiradero y se pasa un poco el piso. Hay cinco minutos de tiempo y ya llegan los que siguen. No nos ven, nosotras nos vamos como fantasmas.
Invisibles, caminamos por los pasillos oscuros balde en mano. Hay olor a amarettis, pienso, pero no me recuerda a tecitos elegantes, sino que me da un poco de asco. “Es olor a telo, nena” me dicen las chicas, que –sospecho- se ríen más de mí que conmigo. “Típico desodorante de ambientes, jajá, ¿qué amaretis?, estás loca”, sentencian.
Entramos a la habitación para “rehacer” y los dedos de los pies se me encojen solos, como si estuviera caminando por una alfombra de cucarachas. Tengo miedo de que algo me toque, no sé: cualquier superficie que haya rozado el culo del viejo ese, no la quiero cerca. Hay que sacar esas sábanas. Usadas. Tienen encima dos toallas mojadas. Mojadas de secar los cuerpos de esa pareja. Se me paran los pelos del brazo, siento un cosquilleo en las manos. No sé dónde esconderme.
No tenemos puestos guantes y ni loca, ni loca toco esa sábana usada. Me estoy queriendo morir cuando Celina agarra a mano limpia la toalla, la hace un bollo, las sábanas, las enrolla, y sale, como si nada, con ese paquete de bacterias. Sudor de desconocidos, semen de señor gordo… todo apretado contra el delantal. A mi alarma capilar se suma el pelo de la nuca. Soy un erizo con uniforme de mucama.
Celina va hasta el cuarto de recambio, tira a lavar la ropa blanca usada, agarra un nuevo juego empaquetado de la estantería (dos toallones, dos toallas de mano, dos batas) y vuelve a la habitación. Se pone a hacer la cama. No puedo dejar de decir:

-Sos una bestia.
-¿Por qué?
- Yo no sé si puedo agarrar algo así. Tocar estas cosas.
-Ay, ¡nena! ¡Hasta forros te agarro con la mano! – dice con la simpleza del que no sabe, de verdad no sabe, que sanitariamente eso no da y me sale la moralina de adentro. La reto.

No da, Celina, que agarres forros sin guantes, le digo, y ella se ríe a carcajadas. Me mira como si yo fuese una marciana. Me escanea como un Terminator a una Sarah Connor. Sus ojos sobre mis sandalias desubicadas, mis dedos de los pies agarrotados, mi vestidito negro debajo del delantal rojo y así, va comprobando que la vida extraterrestre existe. Celina sacude la cabeza, sonríe y me amenaza con cariño: “Bueno, pero limpiá en serio, che: no te hagas la finoli”.
Quisiera de verdad trabajar a la par de Celina y que ella sienta que somos lo mismo, pero me muero si me toca algo. Me muero en serio, de muerte natural. Envejezco y muero en los cinco minutos que tenemos para rehacer la habitación. Pienso todo el tiempo memueromemueromemuero y, como cuando tomaba un remedio feo a los ocho años, contengo la respiración, frunzo la cara, y estiro un acolchado teniendo plena conciencia de las secreciones que debe tener, las que están ahí pero no se ven. Toda la mugre fantasma.
El primer turno de trabajo empieza a las siete de la mañana y termina a las tres de la tarde. Cada una de las mucamas se encarga de un piso, hace limpieza profunda de cada habitación y después llegan las que hacen sólo recambios, hasta las once de la noche. Hay un pequeño equipo que se ocupa de los cuartos de madrugada, aunque ahí hay bastante pernocte, y no hay tanto para hacer.
Acá estamos, el grupo de las fantasmas, con nuestros delantalcitos rojos tratando de que nadie nos note y apurándonos para terminar. Carmen, nuestra jefa, se encarga de que no perdamos el ritmo. Nos apuramos presintiendo sus pasos por el pasillo. Mientras doblamos toallas podemos charlar un poco, y los gemidos que salen del cuarto de al lado no nos distraen.
Fernanda, que es una desfachatada como pocas veces vi, se encuentra un aceite johnson y dice “bien ahí”. Me vuelve a sacudir un escalofrío. Mientras ella se lo guarda en el bolsillo, yo no puedo dejar de imaginarme para qué lo usaron los extraños que acaban de salir. Me pregunto si el envase tocó qué partes de esos cuerpos y digo puaj. Fer me hace qué me importa con los hombros, sonríe y me enlista cosas que se encontró en las habitaciones.

-Celulares, anillos, cosas lindas (“que tenemos que devolver a conserjería”).
-Calzones, bombachas, corpiños (“que a la final terminan en la basura porque nadie los busca”).
-Pepinos (“una vez, uno medio podrido. No sé si se pudrió del uso o ya lo trajeron así”).
-Zanahorias (“gigantes”).
-Una morcilla. (“no, nena, cocida no, jajá”).

Celina cuenta que una vez había manchas de sangre hasta en las ventanas, “con forma de mano”, y no puedo dejar de pensar en crímenes pasionales. Qué gran escenario, un telo, para un crimen, ¿no? Lo comento y entonces me cuentan. “Acá una vez, hace mucho, hubo uno”.
Corría la oscura década del setenta -nada paradójicamente, la época del auge de la hotelería trampa en Buenos Aires- y el conserje ve salir a un hombre solo de la habitación. Por norma, es ley, hay que dejar el cuarto de a dos, así que le pide al caballero, “el masculino”, que espere a su compañera. El tipo se va igual. Putea y se va. El conserje sigue los pasos estipulados ante un caso así: antes de llamar a la policía y montar un quilombo al pedo, manda a una mucama a que busque a la mujer.
“No se puede ocupar la habitación sola”. Golpea la puerta. No contesta nadie. Aquella predecesora nuestra, con su delantalcito rojo, entra repleta de inocencia a la habitación y no ve a nadie. La puerta del baño está semiabierta. “Le dije que salga, señorita”, dice la mujer que no es que sea valiente, sino que no se imagina, no espera el desenlace, y seguro piensa que es “una trabajadora drogada” o “una amante abandonada y borracha”. Incluso, la mucama hasta se enoja un poco por dentro, “estará vomitándonos el piso, la guacha”, y hace propio el afán de sacar a esa mujer de ahí. Empuja la puerta y algo le hace tope.
Adentro estaba el cuerpo de la mujer. Acuchillada. Mis compañeras no saben decirme nada más. Si atraparon al asesino, quién era la víctima, qué vinculo los unía, en qué habitación sucedió todo esto. Fue hace miles de años, me explican. El hotel era otra cosa, de otra gente. No saben. No quieren decirme, sospecho, y entonces insisto pero no logro nada. Mis compañeras prefieren contarme otras cosas, ponerme al tanto de lo cotidiano.

-Hay una regular, le decimos carita de ángel, que no sabés lo que grita, jajá- me cambia de tema Flavia.
-Sí, es una que tiene pinta de chica bien, que viene dos o tres veces por semana- me pone al tanto Griselda y agrega: -grita como si estuviera de parto.
-Parto de un cabezón- remata con una carcajada Fernanda y tengo que sumarme al cacareo de risas.
-¿Y entonces ese asesinato fue la única cosa macabra que pasó acá?- digo como quien no quiere la cosa, por obsesión temática.
-Y, hay muchas minas golpeadas- cuenta Griselda.
-Las cagan a palos- asegura Flavia.
-¿Y ustedes oyen?
-Sí, a morir, todo el tiempo.
-¿Y qué hacen?
-Le pedimos al conserje que haga algo.
-Pero depende el conserje, viste. Unos llaman a la habitación y pide que bajen la voz, a ver si la pausa ayuda, viste. Otros… Otros nada, dicen que no es cosa nuestra y que lo que pasa en las habitaciones es privado.
-Eso sí me da bronca- traga saliva Flavia y no le pasa por la garganta.
-Bajen la voz, trabajen- se asoma una mucama que es de otro turno, que no conozco, que no quiso hablarme y todas nos reímos bajito, cómplices, y le hacemos que hambre por la espalda. Seguimos hablando. Aprovecho para volver a los crímenes, que me interesan.
-¿Algo más, así… policial?
-No, nena. Basta- me reta Celina.
-Lo que sí hay es mucho policía de cliente, jajá. Posta- me suelta Fernanda.
-¡Ah!: ¿Y la mina que viene con la bolsa de la compra y pide que se la guardemos en la heladera? Tramposa- intenta distraerme Flavia, pero yo me encapriché con otra cosa.
-Para mí los telos son escenarios de crímenes. No puedo creer que no haya pasado más nada…
-Bueno, sí, pasa de todo, pero eso fue lo más impresionante.
-Qué morbosa la compañerita nueva-me gastan y al final pactamos en el medio. Una anécdota sin nada de sangre, pero con algo de acción.

Resulta que una vez vienen al hotel a robar. El conserje le explica al ladrón que acababan de llevarse la recaudación del día y que tenía poco y nada en la caja. Pero el tipo está ahí y no se va a ir con las manos vacías, así que le dice: “Vamos para las piezas”. Y fueron.
Llave maestra de por medio, abre cada habitación y saca a las parejas. Las mete en otra habitación. En menos de 20 minutos, están todos los clientes juntos, desnudos o semi vestidos, esperando que termine el atraco. Se crea como un vínculo, un clima de confianza obligatorio. Los nervios dan risa.
Mientras tanto, llega un cliente regular al hotel, un policía fuera de horario que, rápido, entiende lo que está pasando y, como en las películas, saca el arma y dice “alto, policía”. El ladrón se da a la fuga y el oficial lo sigue hasta las vías, donde logra capturarlo, incluido el botín. Después del final feliz hay un epílogo antológico en la comisaría, donde las parejas secuestradas se reencuentran con sus cosas. “Corpiño talle 90”, “mío”.
La realidad nos llama. Es el momento de recambio de turnos y hay, de pronto, varias habitaciones que rehacer. Tengo pocas ganas y me hago fantasma para mis fantasmas, me escabullo para no volver a estar cerca de las sábanas manchadas, los jacuzzis polucionados. Me quiero ir a mi casa. Ya.
Son las seis de la tarde y las chicas ven que me desvanezco y entonces me invitan a merendar. “Tenemos dulce de leche, mermelada, crema”… me dicen y ponen cara de turras. Aunque me doy cuenta de que me están gastando, tengo que preguntar, en terror: “…¿de los cuartos?...” y entonces sí, les arranco la mejor carcajada del día. Me esfumo por mi lado y ellas, por el suyo.

-º-
*Una versión de esta nota fue publicada en la revista El Guardián en febrero de 2011.
Fe de erratas. Las fotos son de Leándro Sánchez.




3 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo he trabajdo en el staff de limpieza en el hotel Conrad en Miami, me encontraba en un ambiente "top" pero pienso que de haber sido en un telo, me hubiese dejado con muchas mas historias por contar no?

Danixa dijo...

No sé, Carla, eh. La """"mugre"""" de los que supuestamente no hacen mugre, si mirás bien, tiene que ser muy interesante para narrarla.
Yo quiero saber que dejan detrás los grasunes adinerados de Miami. Hay que mirar todo con ojos marcianos y el mundo está lleno de material.

Tomás en Shorts dijo...

esta buenisimo!