En el libro "Café. De Etiopía a Starbucks: la historia secreta de la bebida más amada y más odiada del mundo", el sommelier de café Nicolás Artusi da cuenta de la genealogía de los últimos diez siglos de la historia de esta bebida. De cómo los clásicos pocillos de bar se están convirtiendo en una sofisticada experiencia gourmet y (¿por qué no?) un poquito esnob.
*Una versión de esta nota fue publicada en la revista Rumbos en enero de 2015.
*Una versión de esta nota fue publicada en la revista Rumbos en enero de 2015.
Si
fuera el TEG, se podría decir que Coffee Culture ataca a Tea Filosophy y le
gana varios territorios. Aunque en Argentina el triunfador indiscutible siga
siendo el mate, el hábito y culto al café es la potencia mundial que pisa más
fuerte en las últimas partidas de este juego imaginario. En pocillo o largo, cortado, doble, solo, lágrima… es
más que una bebida, es una costumbre y un ritual urbano que, en el país, se
extiende más allá de los bares porteños.
“El ritual
del café es más que nada urbano. Además de Buenos Aires, hay grandes ciudades
que gozan de la experiencia cafetera, como Mar del Plata, Rosario o Córdoba”, dice
Nicolás Artusi, periodista y sommelier de café que, aunque se autodefine como “un drogadicto” de la cafeína, no pierde
objetividad y aclara que “es evidente que la gran infusión nacional es el mate”.
Y explica: “En la Argentina se consume un kilo de café por habitante por año y
seis de yerba mate. En las grandes llanuras pampeanas o en el monte salteño, el
mate es una bebida ‘aguantadora’ que acompaña el discurrir del día. En cambio
el café es tónico, sintético y potente; resume el vértigo de la ciudad”.
En
Café. De Etiopía a Starbucks: la historia
secreta de la bebida más amada y más odiada del mundo (Planeta), Artusi da
cuenta de la genealogía de los últimos diez siglos de la historia de esta
bebida. “Elíxir para algunos, tóxico para otros”, aclara la contratapa de este libro de 363 páginas que, casi literalmente,
no deja nada afuera. “La cafeína es la droga más popular del mundo”, asegura el
autor en esta investigación contundente en la que hace un completo racconto de
la tradición, el gusto y las curiosidades de este brebaje que atraviesa la
historia de la humanidad.
Habitantes
de una urbe cafetera desde mucho antes de que el hábito tuviera un nombre cool,
los porteños acostumbran pasar tiempo en los bares, pocillo en mesa y libro o
diario en mano. Desde siempre. O desde que hay bares. “Los primeros registros del café son
de la colonia, especialmente entre aquellos que llegaban de Europa (se dice,
incluso, que San Martín desarrolló una temprana afición por la infusión)”,
cuenta Artusi, que también aclara: “Sin embargo, no era una bebida popular,
entonces era más bien exótica. Recién en las décadas del 20 y del 30 en el
siglo XX, de la mano de los inmigrantes españoles, el café se instaló como
costumbre. Sus herederos conservan las principales marcas de café, así como los
bares. Era un negocio redondo. Lo importaban de Brasil, muchas veces a cambio
de trigo, lo tostaban en el conurbano, lo vendían entre sus amigos emigrados y
lo servían en cualquier esquina donde hubiera un ‘bar del gallego’”.
Sobre
el origen del café, el lugar o la época de su descubrimiento no existen datos
científicos ni datos históricos, pero “su fundación mítica”, asegura Artusi en
su libro, “ubica el momento cero
alrededor del año 800 en la antigua tierra de Abisinia, que hoy se conoce como
Etiopía”. La leyenda, explica, habla de un joven pastor demasiado relajado, que
retozaba por las montañas mientras sus cabras pastaban. Un día que no volvieron
a su llamado las fue a buscar y las encontró corriendo embravecidas, en un
éxtasis frenético. Comían unos frutos rojizos con voracidad y esa noche no
durmieron. A pesar del miedo, el muchacho probó esa especie de cerezas embrujadas
y no le pasó nada. Así que se las dio a unos monjes de un convento cercano.
Artusi,
que además de experto es fanático y tiene un
álbum de fotos donde guarda las etiquetas de todas las variedades de café que
probó, cuenta que aquellos religiosos tiraron los frutos al fuego, para
desecharlos por intragables, pero entonces la semilla “se separó de la pulpa,
el grano empezó a tostarse y el aroma del primer café de la historia enloqueció
a cabras, hombres y monjes”.
Luego,
en poco tiempo, se extendió por el mundo árabe, donde se perfeccionaron las
técnicas del tostado y donde la bebida pasó a ser un brebaje intelectual y religioso.
Cerca de 1510 las cafeterías se habían expandido desde el norte de África hasta
El Cairo y La Meca, las grandes capitales islámicas, haciendo que todas las
clases sociales gustaran de esta bebida y para 1570 ya había más 600 puestos en
Constantinopla, que eran pequeñas casetas que ofrecían el servicio para
llevar. Así que este hábito de los
últimos años impulsado por Starbucks en el mundo, en realidad es el más antiguo.
Y el aparentemente actual concepto de "café para llevar", es una
vuelta a los orígenes.
La
costumbre de tomar café en lugares públicos, sentados para la tertulia, comenzó
poco después. Las casas de café eran establecimientos que ofrecían mesas en
jardines, mobiliario elegante, cantantes y bailarines. Haciendo una elipsis
temporal que incluye su prohibición en el mundo islámico, fue en la Viena
imperial, hace ya varios siglos, el inicio del recorrido de este ritual que
después pasó a extenderse por Europa.
El nuevo mundo,
la vieja bebida
La
segunda inyección de cafeína vino al país con los inmigrantes italianos y
españoles a principio del siglo XX y ya se quedó para siempre, aunque con los
giros y adaptaciones locales. Es nuestro y sólo nuestra la usanza de que el
pocillo llegue con un vaso de agua mineral y un par de galletitas, por ejemplo.
Y aunque no es la bebida nacional oficial argentina, el consumo de café en el
país se fue volviendo un persistente y refinado arte.
“A
ver si nos juntamos para tomar un café”: la frase es un clásico que implica
mucho más que beber café. Sirve para decir “hablemos”, para reencontrarse con
alguien que hace mucho no se ve, como ritual cotidiano con amigos, colegas y
hasta para uno mismo. Un café es pasar un rato en un bar. “El ritual porteño tiene mucho de
tanguero y melancólico, como el porteño mismo. La ‘tercera ola del café’, como
se define a esta corriente modernista, obliga a actualizar la oferta. Y redunda
en una mejora de la experiencia”, explica Artusi.
Lejos de los jugos de paraguas o las porquerías instantáneas,
los argentinos están acostumbrados al café bien preparado, casi siempre. Y cada
vez más, durante los últimos 20 años, se va ampliando la oferta para el
sibarita de la cafeína. Florecen las ofertas y variedades, están al alcance de
la mano.
La
costumbre general local es el café de Brasil y Colombia, aunque en los últimos
tiempos se puede conseguir con facilidad infusiones hechas con granos que
llegan desde Kenia, Jamaica, Ruanda o Sumatra, por citar algunos. “Buenos Aires todavía
está muy lejos de otras grandes ciudades de hábito cafetero, como Nueva York,
Seattle, Londres o Melbourne, pero sabe reinventarse y de a poco se pone a tono
con sus ‘cuevas de café’, esas cafeterías especiales donde el barista es una
autoridad y se bebe una ‘infusión de autor’”, explica Artusi.
Según
marcan las normas internacionales, un buen café espresso debe tener el agua a
una temperatura cercana a los 90 grados y espuma marroncita, brillante y con
pequeñas burbujas. Los catadores expertos dicen que es mejor usar grano tostado,
no torrado, y recomiendan tomar el vasito de agua antes, para limpiar las
papilas gustativas, y no después.
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