*Una versión de esta nota fue publicada en la revista La Nación noviembre de 2014.
“Una
ensalada caesar, pero sin croutons”, le digo al mozo, y el resto de los
comensales me mira raro. “Dale, no seas ridícula, pedí una milanesa”, me pincha
uno. “No como milanesa”, explico. “¿Sos vegetariana?”, se escandaliza otro, con
ganas de empezar a odiarme y para cuando arranca con “este es el país del
asado” le digo que no, que yo no como harina. Creo que fue peor. Los
fundamentalistas del nadie puede tener costumbres alimenticias diferentes
comenzaron a ponerse rojos de ira. Veo que los ánimos están caldeados.
Las
personas suelen enojarse, entre un poco y muchísimo, cuando se encuentran con
alguien que practica alguna restricción alimenticia. Y necesitan escuchar que
es físico, que no es por opción, que un médico prohibió el consumo de, en mi
caso gluten y harinas, y sólo así bajan un poco la guardia, aunque no del todo.
Si digo que soy celíaca se calman, pero siempre después de un cuestionario
suspicaz. Si no declaro enfermedad alguna y explico los síntomas (falta de
energía, insomnio, pesadez, náuseas y a veces vómitos, hinchazón) no hay forma
de pasar la prueba y comer en paz. Les irrita mi abstinencia como si los
estuviera obligando a practicarla.
En
aquella mesa sin croutons éramos un grupo de colegas en un almuerzo. Algunos
nos conocíamos y otros no. Después de pasar con gracia y elegancia el test, noté
estas reacciones que, a grandes rasgos, sirven para hacer un mapeo de lo que
suele pasar siempre. Casos testigos.
1. Un
25 por ciento de los presentes perdieron el interés y no participaron de la
mesa interrogadora a la pobre chica sin harinas.
2. El
75 restante, se dividió en: a) una minoría que estaba enfáticamente de acuerdo,
más que yo, con mi decisión alimenticia y b) una amplia mayoría que me
discutía, o se enojaba y hasta uno que me dijo una guarangada. Sí, insultos.
Abandonar
las harinas no fue fácil. Al principio de mi abstinencia me sentí como Mark
Renton en Trainspotting cuando deja la heroína, pero en vez de alucinar un bebé
muerto gateando por el techo yo veía sánguches de miga. Pero después de dos
días con dolor de cabeza y las manos temblando, me levanté la tercera mañana
renovada. Ya estaba del otro lado.
Ahora
es fácil, porque las ganas de comer harina no son físicas y la gula mental se
me pasa cuando registro y compruebo, una y otra vez, lo bien que me siento sin
ella. Aunque el entorno a veces no ayuda nada. Es muy difícil conseguir una
comida al paso, por ejemplo, porque la oferta callejera es mayormente de
pizzas, tartas, empanadas y sánguches. Pero aprendí a ir con una banana o una
manzana en la cartera. Y a hacer omellettes en lo de mis amigos cuando llaman
al delivery para pedir una grande de muzzarella. Y cuando todos meriendan
facturas, no me importa nada: siempre tendré el pochoclo y las tutucas. Y el
que se enoja, me resbala.
No hay comentarios:
Publicar un comentario