miércoles, 5 de septiembre de 2012

Yo fui burrera*

Entre Victoria Ocampo y Charles Bukowski. Como lectora ecléctica que terminé siendo, tuve mi momento de amor por cada uno de ellos. Fueron distintos los motivos y sucedió en períodos muy lejanos de mi vida. Hasta ahora no había encontrado nada que la aristocrática dama de las letras local pudiera tener en común con el adorable borracho que descontroló los barrios bajos de Los Ángeles.
Sin embargo hoy, un miércoles cualquiera de este verano caluroso en la ciudad, me vinieron los dos a la mente. Juntos. Llegaron a la vez como el angelito y el diablito que podrían acompañar a mi versión en cartoon. Ocampo y Bukowski pasearon conmigo toda la tarde. Resulta que me escapé a buscar un poco de oxígeno al Hipódromo de
San Isidro y me resultó imposible deshacerme de sus fantasmas. Incluso después, vinieron dos más.
“Fijate la belleza de este parque, vamos a pasear por los magníficos bulevares”, dice una a la derecha mientras que desde la izquierda me llega el susurro del otro: “Encará ya mismo para adentro, tengo un plan de juego, sacá la billetera y apostemos ya”. No sé a quién hacerle caso, así que me voy a la tribuna con el Programa Oficial y pospongo la decisión. Podría estudiar las carreras, pero también sentarme sólo a escuchar el viento que sopla entre los árboles.
Hago las dos cosas. La primera de hoy es a las cuatro de la tarde y todavía falta media hora. Tengo tiempo y lo disfruto. Desde lo alto de la tribuna, con todo el cielo despejado sobre mi cabeza y la pista aún vacía por delante, pienso que este lugar es ideal para pasar unas vacaciones.

-Una heladerita con cervezas, tabaco, un cuaderno, birome, algo de plata para apostar y olvídate del mundo–me dice Bukowski.
-Deberíamos pasarnos a la Tribuna Oficial, que tiene una confitería hermosa y una vista estupenda –me avisa Victoria del otro lado.

No sé qué hacer así que me quedo en “la perrera”, como le dicen los tangueros a la popular y se suman a mi corte imaginaria el señor Irineo Leguisamo y don Carlos Gardel. Ahora sí, esto es turf rioplatense de verdad. Tengo al borracho, a la dama, al Zorzal y al jockey uruguayo más importante de la hípica sudamericana del siglo XX. Me siento bien rodeada. Ya puedo empezar.

Por una cabeza de un noble potrillo
Los empleados del Hipódromo de San Isidro parecen salidos de cuentos. Me detengo especialmente en la señora que vende las revistas, una dama que transita la delgada línea que divide la elegancia del retro trash y le compro la Puros de carrera a seis pesos. “Apostar es fácil”, avisa un cartel ahí en el hall y otro advierte: “No se acerque a la ventanilla para evitar enfermedades”.
Le pregunto qué hacer a Bukowski, me pide “decime Hank” y se distrae con unas piernas que pasan llevando a una mujer. Busco a Victoria, pero no la encuentro. Gardel y Leguisamo se emperran con Lunático y no hay forma de hacerles entender que aquel caballo del cantor que montaba el Pulpo ya no está, así que me aventuro sola. Con el alma repleta de decadencia y glamour, le pido a un caballero de evidente peluquín que está detrás de la ventanilla:

-Honouring a ganador para la primera.
Lo que quiere decir que elegí el caballo porque me pareció divertido el nombre del stud, que es Chamuyo. Hice la apuesta mínima, una triple de canje-enganche y placé por dos pesos. Después, aferrada a mi esperanza, me fui a sentar a unas mesitas con sombrilla que hay en el césped, cerca de la pista, sin mucha idea de lo que había hecho, lo que estoy haciendo, pero extrañamente contenta.
Voy a la redonda principal a ver a los caballos participantes. Los jockeys los montan y dan la vuelta. Esos animales son tan hermosos como peligrosos, pasan a centímetros de mi cara y me doy cuenta de que hice una estupidez. Este es el momento de elegir al ganador, pero yo ya aposté por ansiosa, así que sólo miro el espectáculo sintiéndome bastante tonta. Ahora hay 15 minutos para que todos hagan lo que yo ya hice y las ventanillas antes vacías están repletas. Cuando se abran los partidores empieza la carrera y eso es ya.
Largan. Corren. Transpiramos todos. Los caballos, los apostadores, los jockeys, el relator. En el aire se puede oler la adrenalina. Es una energía que te levanta dos centímetros sobre el suelo casi literalmente. Hay gritos. La gente está gritando. Yo también grito. Las voces a tu alrededor te sacuden, todo el momento es como un shock eléctrico demencial que te deja temblando, con el corazón bombeando a mil latidos por segundo, y la respiración agitada. Aunque no estés en la arena, sos el caballo. A pesar de estar sentado en la platea, corrés como si te siguiera la muerte.
Honouring llega en tercer puesto. No gané nada pero no estuve tan mal para ser una novata. La tensión alrededor se calma. La vida acaba de pasar y duró menos de un minuto. Todo eso sucedió en apenas 55 segundos. Lo chequeo con el reloj una y otra vez porque me parece increíble. Es muchísimo lo que se pone en cada carrera, y no me refiero sólo a la plata, para que después se juegue tan rápido.
“Seamos más exactos”, me dice el Pulpo Leguisamo y aclara: “La de mil metros se corre en 55 segundos máximo, la de mil doscientos puede llegar hasta un minuto y diez segundos. Son más o menos doce segundos cada 200 metros”. Pienso que si la carrera fuera de verdad tan larga como la sentís habría más cantidad de infartos por día. Se podría llevar la estadística en un Excel lúdico- macabro. La energía de los caballos cuando pasan frente a vos te empapa como una lluvia torrencial. Se te puede ir tranquilamente la vida en ese instante.
Ganó Natural Killer, pero tengo otra oportunidad en la segunda, y faltan 25 minutos. “Apostemos”, me dice Bukowski al oído. “Dale, purreta”, lo avala Gardel, Leguisamo asiente con la cabeza y Victoria parece que se fue a pasear por los bucólicos bosques porque sigo sin encontrarla. Quedé a merced de estos burreros fantasmas que me llevan de las narices.
Esta vez me voy a tomar mi tiempo para analizar bien a los caballos en el paseo preliminar y leer con seriedad el Programa. Le voy a sacar jugo a las estadísticas que tengo a mano, voy a pensar en los entrenadores y los jockeys. Les prometo a Carlos, Hank y el Pulpo que lo de elegir por el nombre gracioso ya fue, que esta vez le voy a poner seriedad al asunto. Me sonríen con orgullo.
Entre carrera y carrera el hipódromo entra como en pausa. Hace un rato cuando nuestros caballos peinaban la pista todo era energía y ahora no pasa nada. O sí: hay familias con varios hijos que vinieron a pasar el día, están los habitués que dejan hasta la salud, los que se escapan del trabajo un rato, los que tienen mucha plata, los que no tienen casi nada, los que pierden, los que ganan, los que tienen un golpe de suerte, los que se salvan, los que se hunden. Todos.
Esta es la vida de muchos. Es muy importante, realmente es significativo el sonido de la campana de largada porque te pone el alma alerta y es cuando el movimiento remplaza a esa quietud parecida a la calma que precede las tormentas. Ya sé cuál va a ser mi apuesta, la hago sin dudar, y de pronto la extraño a Victoria, así que encaro para la platea más hermosa, a la que entrás si sos de la realeza hípica, y paso las vallas de seguridad como si tuviera anteojos exóticos y una capelina hermosa. La dueña de todo San Isidro soy.
Me trepo con gracia a las gradas impolutas y empieza la segunda. La magia es cada vez más fuerte. El señor que relata la carrera por los altorpalantes tiene más acento porteño que cualquier porteño y su trabajo me parece un arte comparable a la poesía, la música, la actuación. Es como un rap hípico. Cuando los caballos pasan frente a la platea sube el volumen, acompaña la emoción de los presentes y cuando anuncia “Ha ganado Chupino” lo hace con delicadeza y respira sobre el micrófono para terminar.
Ahora están colocando los números de los primeros seis puestos en el marcador. El ganador bien arriba, los demás en orden descendente, y hasta figuran las distancias que hubo entre ellos. Perdí otra vez. No gané nada, pero igual voy a chequear.
Todavía tengo varias carreras por delante. El hipódromo de San Isidro está abierto hasta las diez de la noche y me quedan doce oportunidades. La tercera se corre a las 16.50, faltan quince minutos y ya es obvio que vamos a apostar. Victoria, Hank, Carlitos, el Pulpo y yo queremos un premio. Estudiamos, esta vez juntos y más sesudamente, las oportunidades y los tipos de juego. Esto se parece a aprender matemática avanzada. Estadísticas, números, posibilidades. Es difícil. Tiene exactitud y azar por igual. Pasan las carreras, pasan las horas, todo dura menos de un minuto.
Una vez que entras al hipódromo ya no te querés ir. No te tenés ganas, para nada, de sacar tu humanidad de este lugar. Sólo te interesa que la tarde transcurra con esta brisa amable, que los caballos estén siempre con todo por prometer y que vos puedas gritar, quebrarte la garganta alentando a tu elegido y volver a sentir esa energía otra vez, “una vuelta más y ya está” te decís pero sabés que vas a seguir.
Lo que querés ahora que ya son las siete es quedarte viendo el cielo sin nubes y parar los relojes en este momento relajado repleto de acción. Lo que harías, si pudieras, sería derretir el tiempo. Ahora, en el Hipódromo de San Isidro, este miércoles cualquiera de un verano caluroso en la ciudad, todas las cosas están pasando todo el tiempo. Desde esta grada verde no hay motivos aparentes ni razones de peso suficientes como para querer salir de acá. De verdad, una carrerita más y ya está.

-º-
*Una versión de esta nota fue publicada en la revista El Guardián en febrero de 2012.




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