martes, 31 de mayo de 2011

Hebe Uhart: "La vida de un escritor se convirtió en un show"*

A Hebe Uhart le gusta hablar de viajes. Eso queda claro porque siempre que puede desvía la charla para ese lado y se explaya, es una catarata de palabras que forman recuerdos, historias, paisajes, ontologías de lenguajes, cháchara. Acaba de salir Viajera crónica (Adriana Hidalgo), que reúne viajes que hizo a lo largo de 15 años y fue publicando, mayormente, en el suplemento de cultura del diario El País, de Montevideo. De eso y de sus anécdotas en los caminos es casi de lo único que tiene ganas de hablar. Todo lo otro la aburre, o no le parece, o no está de acuerdo. 
Cuando no habla de sus viajes es amable, pero escueta. Conversa como sus cuentos, sin mucha vuelta. Si algo no le interesa, con sencillez y gracia, dice “eso es una pavada” y después se ríe así: suelta una pequeña carcajada casi susurrada. Igual que en sus textos, para charlar busca la síntesis de un modo familiar y en diversas situaciones grandilocuentes elige refugiarse en la brevedad.
Por ejemplo, el miércoles 4 recibió el Premio de la Fundación El Libro al Mejor libro argentino de creación literaria 2010 por sus Relatos reunidos (Alfaguara) y sólo dijo: “Agradezco a todos mis familiares, amigos y alumnos. Porque no es para mí, es para todos”. Y nada más. Después se fue rápido a cenar a un restaurante ahí cerca de La Feria del Libro con todos los que la quisieran acompañar.
Eso sí le gusta hacer. El momento de después, el que implica tertulia. Por eso ella recolecta en su cuaderno teléfonos de gente que demuestre interés, los anota y promete avisarles cuando presente un libro. Y lo hace. En el living luminoso de su casa de Almagro, comenta que ahora está leyendo cuentos para dar en los talleres. Entonces surge otro tema que la apasiona y se levanta, busca el libro que quiere recomendar, lo muestra con alma docente: “He descubierto a una autora que es muy buena, norteamericana, Maya Angelou. Es de los 60, no está editada acá, pero buscala, conseguí algo de ella, vale la pena”.

–¿Te gusta dar taller?
–Por ahora me gusta todavía estar con los talleres. Es que son como visitas. Vienen, les doy café y galletitas, comemos, charlamos. Hay alumnos que están desde hace mucho y los jubilo. Después, de algunos, quedo amiga.

Así de cuidadosa es Hebe con las palabras. “Por ahora me gusta todavía”, dice con su voz modulada y, por momentos, casi monótona. Fuma un cigarrillo, suave, todo blanco, hasta el filtro, lo apaga en un cenicero coqueto y después prende otro. Espera las preguntas con los ojos bien abiertos, con un gesto como de curiosidad infantil y, es posible asegurarlo, con la esperanza de que el tema le interese. Entonces empieza el partido de pingpong, rebota la pregunta contra la respuesta escueta hasta que algo le llama la atención.

Dijiste que el premio te parecía desmedido.
–Sí.
¿Por qué?
–No sé si desmedido, diría no esperado. De verdad no lo esperaba, al contrario: hacía como diez años que me tenía medio ignorada la Feria, como de costado, no sé. Igual, como no tenía nada que hacer ahí, tampoco iba.
Cambiaste de desmedido a no esperado.
–Tiendo a considerar los premios como a una lotería, algo que te puede llegar o no. Son una cosa fortuita. Por ahí otra gente lo merece tanto como yo y no pasa nada con ellos.
¿Y qué habrá pasado que ahora la Feria te recordó, después de diez años?
–No, no, no. Yo antes en la Feria he tenido muchas intervenciones, incluso he presentado libros. Después pasó un tiempo y no sé, no tengo la menor idea ni me interesa saberlo.
Y con respecto al público y los lectores en general, también surgió un nuevo interés en vos últimamente, ¿no?
–Los primeros años hice el camino de los escritores jóvenes, tuve que correr editoriales cuando no había todas las que hay ahora. Entonces era un trabajo duro. Pero después, poco a poco, fui editando con tranquilidad. Críticas siempre tuve buenas y reconocimiento también, así que no sé.
Hasta hace unos años, cuando Interzona y Adriana Hidalgo comenzaron a rescatar tu producción, tu obra no era fácil de conseguir y ahora sí, sobre todo últimamente, con los Relatos reunidos.
–Es cierto que este premio es muy importante, pero yo he tenido un reconocimiento progresivo.
¿Y qué pensas cuándo muchos dicen que vos eras como “un secreto” o sólo leída por escritores?
–Esos son mitos que la prensa multiplica un poco para su propia comodidad. Dicen: “Es una escritora secreta”. No es tan así. Mi vida es larga, por lo tanto estuve mucho tiempo publicando libros y entonces es natural que pase algo en algún momento.
En los Relatos reunidos está casi toda tu obra y de alguna forma se puede rastrear ahí un poco tu vida.
–No es importante que se rastree la vida de un escritor. Un escritor está en sus personajes y cuanto más
disimulado, mejor. Pero la vida de un escritor no es importante, no es como lavida de un actor. Ahora la
vida de un escritor se ha convertido en una especie de show, o algo por el estilo, donde se da una entrevista
y qué sé yo. La vida de un escritor tiene que ver con el trabajo y la atención que les ponga a sus personajes. Todo lo otro es lindo, es halagador y estimulante, pero la verdad es que dispersa un poco de lo que se tiene que hacer.
¿Eso lo ves en los escritores actuales?
–No, es algo general, que se le puede dar a todo el mundo. Si tenés una alta exposición y hay que dar muchas entrevistas, te vas a repetir en todos lados. Entonces te empezás a preocupar por eso y es una cosa fuerte me parece. Yo tuve en octubre, por Relatos reunidos, muchas entrevistas. Y ahora ya es pronto para que haya otra, pero acá estamos, no sé por qué. Además, se vienen otras, porque sale el libro de viajes.
¿Estás conforme con cómo quedó?
–No me gusta mucho el título, prefería Crónicas de viaje, pero bueno. Ya está en la calle. Y lo voy a tener que presentar. Presentar me gusta porque ahí reúno a mis amigos y vamos a comer.
¿Qué viajes son?
–Ah, por fin. Viajes y esas cosas te cuento más. Hice de casi todo el Uruguay y también de Argentina, por ejemplo, ciudades grandes como Rosario, Córdoba, Bariloche,El Bolsón, Esquel, Formosa. También hay de Chile, Perú, Ecuador, Colombia, Cuba y en Italia, de Nápoles, porque con Roma no me atreví.
¿Por qué?
–Salvo que fueran impresiones muy particulares, es una ciudad muy densa, con muchas cosas, es un museo de la humanidad.
¿Estudiás mucho antes de viajar?
–Depende. Cuando es una ciudad pequeña trabajo por referencias. Por ejemplo en un lugar de mil habitantes, busco al más antiguo, que te cuenta la historia, vas a su casa, te invita mate. Cuando son ciudades más grandes, o medianas, ya miro un poco la historia del lugar.
¿Usás internet para eso?
–No, no. Busco en bibliotecas, siempre hay libros publicados. Por ejemplo en Paysandú hay uno de Mario Delgado Aparaín, que es un uruguayo que hizo una novela histórica muy buena sobre el lugar, No robarás
las botas de los muertos. Entonces ves la historia del lugar, vas al lugar y después atás cabos. Y aprendés
cosas.
Como lectora, ¿te gustan las crónicas de viajes?
–Si son buenas, sí. ¿Por qué no?
¿Qué estás escribiendo ahora?
–Estoy escribiendo poco. Algo estoy haciendo, pero voy muy lento porque estoy con muchos alumnos en los talleres. Son unas crónicas, pero de cuando era chica. Cómo procesa un chico de diez años lo que los adultos le cuentan. Sobre los vecinos, y la gente. Sobre todo haciendo hincapié en la mirada. Por ejemplo, la primera vez que vi una pareja que se separó, porque no se usaba en ese entonces que la gente se separara.
¿Te cuesta llegar al recuerdo de esa mirada infantil?
–Me acuerdo, no me cuesta. Sobre la pareja ésta, por ejemplo, tengo todo muy fresco. También me acuerdo de unas canciones que escuchaba, de Antonio Tormo, que era un cantante folclórico de aquel tiempo, que tenía una que decía: “Lo que tengo lo gasto o lo doy, no tengo norte, no tengo guía, para mí todo es igual”. A los diez años escuchás eso y te lo pensás mucho, porque se vuelve todo muy literal. Es como una especie de revisión, lo que yo pensaba en esa época. ¿Te gusta?
Sí, mucho.
–Qué bueno, qué bueno. Ya estamos, ¿no? Te di un montón de material.

(Recuadro)
Lo que ella quiere
Hebe Uhart es también una lectora atenta. Admirada por las nuevas generaciones de escritores, opina sobre ellos y la conclusión no es muy halagadora.

¿Qué autores jóvenes te gustan?
–Los jóvenes me gustan como totalidad, y de acá algunos, como Félix Bruzzone, pero más que nada me gusta lo que están haciendo los peruanos como Daniel Alarcón o Santiago Roncagliolo. Preguntame por qué
me gusta más cómo escriben ellos.
Claro, te pregunto eso. ¿Por qué?
–Los chicos jóvenes de acá, habiendo tanto talento y capacidad, no me gustan tanto. Noto que hay un enroscamiento con nuestro abismo y está muy presente la figura del que narra en los textos. Hay como una resistencia a decir las cosas como vienen, a buscar una síntesis. Eso lo quería pensar bien y no sabía por qué era así, pero se me aclaró justo esta mañana.
¿Qué te lo aclaró?
–Estaba escuchando en la radio a un instrumentista muy bueno, muy joven y talentoso, que tocaba un tango tradicional, hermoso. Pero no lo quería hacer igual, le daba una vuelta, hacía como un metatango, podríamos decir. Era como un capricho, casi, de no aceptar lo que venía y querer glosar.
¿Y algo así, decís, es lo que pasa con los autores jóvenes de acá?
–Claro, por ahí va la cosa. No es la temática lo que me pica, es la forma. Es como que buscan otra vuelta de tuerca y eso es lo que me hace un poco de ruido. El dar vueltas. El metatango en la narrativa. No se
conforman con lo que hay y aparece como una saturación. Si voy a inventar, tengo que
inventar algo nuevo, no puedo dar vueltas alrededor de lo que ya hay.
–¿Qué tienen los peruanos que te gusta tanto?
–Son más directos. Van al grano. Y van muy bien.


-º-
*Esta entrevista fue publicada en la revista El Guardián en mayo de 2011.









viernes, 20 de mayo de 2011

Yo fui... mucama de telo*

La idea es ser como un fantasma. Ves todo, percibís cada detalle, pero nadie se fija en vos. No existís, sos parte del decorado. Como un mueble del lugar. O no, mejor: sos transparente. Son las tres de la tarde de un martes caluroso y en el albergue transitorio Siroco, el más famoso de Lanús Oeste, ya van por el turno 981. “La gente garcha mucho en verano” comenta una de mis nuevas compañeras de trabajo, otra mucama, y comienza la jornada.
Sale una pareja de mediana edad de la habitación Sahara después de un turno completo (tres horas, 130 pesos) y entramos con Lili, Carmen y Celina a “rehacer”. O sea: se cambia la ropa blanca, se junta el tiradero y se pasa un poco el piso. Hay cinco minutos de tiempo y ya llegan los que siguen. No nos ven, nosotras nos vamos como fantasmas.
Invisibles, caminamos por los pasillos oscuros balde en mano. Hay olor a amarettis, pienso, pero no me recuerda a tecitos elegantes, sino que me da un poco de asco. “Es olor a telo, nena” me dicen las chicas, que –sospecho- se ríen más de mí que conmigo. “Típico desodorante de ambientes, jajá, ¿qué amaretis?, estás loca”, sentencian.
Entramos a la habitación para “rehacer” y los dedos de los pies se me encojen solos, como si estuviera caminando por una alfombra de cucarachas. Tengo miedo de que algo me toque, no sé: cualquier superficie que haya rozado el culo del viejo ese, no la quiero cerca. Hay que sacar esas sábanas. Usadas. Tienen encima dos toallas mojadas. Mojadas de secar los cuerpos de esa pareja. Se me paran los pelos del brazo, siento un cosquilleo en las manos. No sé dónde esconderme.
No tenemos puestos guantes y ni loca, ni loca toco esa sábana usada. Me estoy queriendo morir cuando Celina agarra a mano limpia la toalla, la hace un bollo, las sábanas, las enrolla, y sale, como si nada, con ese paquete de bacterias. Sudor de desconocidos, semen de señor gordo… todo apretado contra el delantal. A mi alarma capilar se suma el pelo de la nuca. Soy un erizo con uniforme de mucama.
Celina va hasta el cuarto de recambio, tira a lavar la ropa blanca usada, agarra un nuevo juego empaquetado de la estantería (dos toallones, dos toallas de mano, dos batas) y vuelve a la habitación. Se pone a hacer la cama. No puedo dejar de decir:

-Sos una bestia.
-¿Por qué?
- Yo no sé si puedo agarrar algo así. Tocar estas cosas.
-Ay, ¡nena! ¡Hasta forros te agarro con la mano! – dice con la simpleza del que no sabe, de verdad no sabe, que sanitariamente eso no da y me sale la moralina de adentro. La reto.

No da, Celina, que agarres forros sin guantes, le digo, y ella se ríe a carcajadas. Me mira como si yo fuese una marciana. Me escanea como un Terminator a una Sarah Connor. Sus ojos sobre mis sandalias desubicadas, mis dedos de los pies agarrotados, mi vestidito negro debajo del delantal rojo y así, va comprobando que la vida extraterrestre existe. Celina sacude la cabeza, sonríe y me amenaza con cariño: “Bueno, pero limpiá en serio, che: no te hagas la finoli”.
Quisiera de verdad trabajar a la par de Celina y que ella sienta que somos lo mismo, pero me muero si me toca algo. Me muero en serio, de muerte natural. Envejezco y muero en los cinco minutos que tenemos para rehacer la habitación. Pienso todo el tiempo memueromemueromemuero y, como cuando tomaba un remedio feo a los ocho años, contengo la respiración, frunzo la cara, y estiro un acolchado teniendo plena conciencia de las secreciones que debe tener, las que están ahí pero no se ven. Toda la mugre fantasma.
El primer turno de trabajo empieza a las siete de la mañana y termina a las tres de la tarde. Cada una de las mucamas se encarga de un piso, hace limpieza profunda de cada habitación y después llegan las que hacen sólo recambios, hasta las once de la noche. Hay un pequeño equipo que se ocupa de los cuartos de madrugada, aunque ahí hay bastante pernocte, y no hay tanto para hacer.
Acá estamos, el grupo de las fantasmas, con nuestros delantalcitos rojos tratando de que nadie nos note y apurándonos para terminar. Carmen, nuestra jefa, se encarga de que no perdamos el ritmo. Nos apuramos presintiendo sus pasos por el pasillo. Mientras doblamos toallas podemos charlar un poco, y los gemidos que salen del cuarto de al lado no nos distraen.
Fernanda, que es una desfachatada como pocas veces vi, se encuentra un aceite johnson y dice “bien ahí”. Me vuelve a sacudir un escalofrío. Mientras ella se lo guarda en el bolsillo, yo no puedo dejar de imaginarme para qué lo usaron los extraños que acaban de salir. Me pregunto si el envase tocó qué partes de esos cuerpos y digo puaj. Fer me hace qué me importa con los hombros, sonríe y me enlista cosas que se encontró en las habitaciones.

-Celulares, anillos, cosas lindas (“que tenemos que devolver a conserjería”).
-Calzones, bombachas, corpiños (“que a la final terminan en la basura porque nadie los busca”).
-Pepinos (“una vez, uno medio podrido. No sé si se pudrió del uso o ya lo trajeron así”).
-Zanahorias (“gigantes”).
-Una morcilla. (“no, nena, cocida no, jajá”).

Celina cuenta que una vez había manchas de sangre hasta en las ventanas, “con forma de mano”, y no puedo dejar de pensar en crímenes pasionales. Qué gran escenario, un telo, para un crimen, ¿no? Lo comento y entonces me cuentan. “Acá una vez, hace mucho, hubo uno”.
Corría la oscura década del setenta -nada paradójicamente, la época del auge de la hotelería trampa en Buenos Aires- y el conserje ve salir a un hombre solo de la habitación. Por norma, es ley, hay que dejar el cuarto de a dos, así que le pide al caballero, “el masculino”, que espere a su compañera. El tipo se va igual. Putea y se va. El conserje sigue los pasos estipulados ante un caso así: antes de llamar a la policía y montar un quilombo al pedo, manda a una mucama a que busque a la mujer.
“No se puede ocupar la habitación sola”. Golpea la puerta. No contesta nadie. Aquella predecesora nuestra, con su delantalcito rojo, entra repleta de inocencia a la habitación y no ve a nadie. La puerta del baño está semiabierta. “Le dije que salga, señorita”, dice la mujer que no es que sea valiente, sino que no se imagina, no espera el desenlace, y seguro piensa que es “una trabajadora drogada” o “una amante abandonada y borracha”. Incluso, la mucama hasta se enoja un poco por dentro, “estará vomitándonos el piso, la guacha”, y hace propio el afán de sacar a esa mujer de ahí. Empuja la puerta y algo le hace tope.
Adentro estaba el cuerpo de la mujer. Acuchillada. Mis compañeras no saben decirme nada más. Si atraparon al asesino, quién era la víctima, qué vinculo los unía, en qué habitación sucedió todo esto. Fue hace miles de años, me explican. El hotel era otra cosa, de otra gente. No saben. No quieren decirme, sospecho, y entonces insisto pero no logro nada. Mis compañeras prefieren contarme otras cosas, ponerme al tanto de lo cotidiano.

-Hay una regular, le decimos carita de ángel, que no sabés lo que grita, jajá- me cambia de tema Flavia.
-Sí, es una que tiene pinta de chica bien, que viene dos o tres veces por semana- me pone al tanto Griselda y agrega: -grita como si estuviera de parto.
-Parto de un cabezón- remata con una carcajada Fernanda y tengo que sumarme al cacareo de risas.
-¿Y entonces ese asesinato fue la única cosa macabra que pasó acá?- digo como quien no quiere la cosa, por obsesión temática.
-Y, hay muchas minas golpeadas- cuenta Griselda.
-Las cagan a palos- asegura Flavia.
-¿Y ustedes oyen?
-Sí, a morir, todo el tiempo.
-¿Y qué hacen?
-Le pedimos al conserje que haga algo.
-Pero depende el conserje, viste. Unos llaman a la habitación y pide que bajen la voz, a ver si la pausa ayuda, viste. Otros… Otros nada, dicen que no es cosa nuestra y que lo que pasa en las habitaciones es privado.
-Eso sí me da bronca- traga saliva Flavia y no le pasa por la garganta.
-Bajen la voz, trabajen- se asoma una mucama que es de otro turno, que no conozco, que no quiso hablarme y todas nos reímos bajito, cómplices, y le hacemos que hambre por la espalda. Seguimos hablando. Aprovecho para volver a los crímenes, que me interesan.
-¿Algo más, así… policial?
-No, nena. Basta- me reta Celina.
-Lo que sí hay es mucho policía de cliente, jajá. Posta- me suelta Fernanda.
-¡Ah!: ¿Y la mina que viene con la bolsa de la compra y pide que se la guardemos en la heladera? Tramposa- intenta distraerme Flavia, pero yo me encapriché con otra cosa.
-Para mí los telos son escenarios de crímenes. No puedo creer que no haya pasado más nada…
-Bueno, sí, pasa de todo, pero eso fue lo más impresionante.
-Qué morbosa la compañerita nueva-me gastan y al final pactamos en el medio. Una anécdota sin nada de sangre, pero con algo de acción.

Resulta que una vez vienen al hotel a robar. El conserje le explica al ladrón que acababan de llevarse la recaudación del día y que tenía poco y nada en la caja. Pero el tipo está ahí y no se va a ir con las manos vacías, así que le dice: “Vamos para las piezas”. Y fueron.
Llave maestra de por medio, abre cada habitación y saca a las parejas. Las mete en otra habitación. En menos de 20 minutos, están todos los clientes juntos, desnudos o semi vestidos, esperando que termine el atraco. Se crea como un vínculo, un clima de confianza obligatorio. Los nervios dan risa.
Mientras tanto, llega un cliente regular al hotel, un policía fuera de horario que, rápido, entiende lo que está pasando y, como en las películas, saca el arma y dice “alto, policía”. El ladrón se da a la fuga y el oficial lo sigue hasta las vías, donde logra capturarlo, incluido el botín. Después del final feliz hay un epílogo antológico en la comisaría, donde las parejas secuestradas se reencuentran con sus cosas. “Corpiño talle 90”, “mío”.
La realidad nos llama. Es el momento de recambio de turnos y hay, de pronto, varias habitaciones que rehacer. Tengo pocas ganas y me hago fantasma para mis fantasmas, me escabullo para no volver a estar cerca de las sábanas manchadas, los jacuzzis polucionados. Me quiero ir a mi casa. Ya.
Son las seis de la tarde y las chicas ven que me desvanezco y entonces me invitan a merendar. “Tenemos dulce de leche, mermelada, crema”… me dicen y ponen cara de turras. Aunque me doy cuenta de que me están gastando, tengo que preguntar, en terror: “…¿de los cuartos?...” y entonces sí, les arranco la mejor carcajada del día. Me esfumo por mi lado y ellas, por el suyo.

-º-
*Una versión de esta nota fue publicada en la revista El Guardián en febrero de 2011.
Fe de erratas. Las fotos son de Leándro Sánchez.